miércoles, 12 de septiembre de 2007

ZERAJÍAS

Zerajías
Era un día de reposo y el Templo tenía gran movimiento de peregrinos. La gran fiesta de las Tiendas se iniciaba ese día.
Dios, que había hablado a sus antepasados por Moisés, había mandado que el primer día debía haber una reunión sagrada donde, estaba estrictamente prohibido hacer cualquier tipo de trabajo. Eso mandaba la Ley.
Era otoño y se cosechaban los últimos frutos de la temporada y en todos los huertos se utilizaban chozas de ramas o Tiendas. Allí, aunque tuvieran casas sólidas; debían vivir todos los israelitas, para recordar los campamentos del pueblo en el desierto cuando salieron de la esclavitud de Egipto.
Era una fiesta muy popular.
Participaban todos sin distinción, los siervos junto a sus amos, incluso los forasteros tenían cabida en esa fiesta.
Duraba siete días y comenzaba el día quince del mes séptimo del calendario judío.
Iba al Templo mucha gente de campo que trabajaba durante esa temporada.
No eran, en su mayoría grandes personajes.
Era gente humilde, de escasos recursos, sin gran educación.
Ese día todos debían presentar los mejores frutos de los árboles
El ajetreo era enorme en los atrios del Templo. La gente era muy numerosa.
Se escuchaban cánticos muy alegres. Había licencia para festejar en grande en honor a Dios, a sus grandes proezas y a su infinita generosidad y bendiciones hacia el pueblo, por la tierra que les había entregado, por los frutos, por la abundancia.
Era un verdadero carnaval.
Ese día se dieron cita en los corazones de la muchedumbre, dos situaciones.
Una, era la fiesta, la alegría.
Otra, era la expectación, la curiosidad por la presencia de un hombre muy especial.
Había mucho alboroto a causa de un profeta que venía de la tierra de Galilea.
Se comentaba mucho acerca de él.
De sus milagros, de sus enseñanzas y doctrina.
Zerajías, había escuchado que hacía milagros.
A sus oídos había llegado el comentario que había sanado a muchos ciegos y, que tenía una doctrina distinta.
Sus padres, con quienes compartía una comida muy liviana, porque eran muy pobres, le habían advertido que tuviera cuidado con hacer comentarios acerca de ese Galileo.
La razón era muy simple.
El temor. El tremendo temor hacia los fariseos que, eran muy estrictos y exigían el cumplimiento de la Ley hasta en sus más pequeños detalles.
Eran ellos quienes le habían conseguido a su hijo, desde pequeño, un lugar cerca de la piscina de Siloé.
Sus padres estaban muy agradecidos de los Sumos Sacerdotes y de los integrantes del Sanedrín.
Zerajías, eso lo sabía muy bien.
Él, solo los escuchaba hablar y compartía sus enseñanzas.
Ellos eran buenos, pues siempre le daban una generosa limosna, sobretodo para esas Fiestas, porque algunos de ellos tenían grandes extensiones de tierra en la zona de Galilea.
Sabía que, en esos días recibiría algunas dracmas y denarios. Otros le darían parte de algún animal que no estaba en condiciones para ser sacrificado.
Zerajías tenía un espacio cerca de la Sinagoga de los Laberintos, a un costado del camino.

No siempre estaba en el mismo lugar. Era una gran ventaja en comparación al resto de los mendigos, cojos, paralíticos y ciegos que se ubicaban a muy temprana hora para solicitar una limosna en el camino a los peregrinos piadosos.
Se sentía bien. Seguro. Era su lugar, su espacio.
Los romanos nunca le molestaron, incluso un centurión; en siete ocasiones le había dado limosna bastante generosa.
No cuestionaba su vida. Siempre hacía lo mismo.
Estaba entregado a su suerte y a la voluntad de Dios.
Cuando adolescente, eso sí y fue la única vez; se rebeló contra su ceguera.
Nunca olvidará el castigo de sus padres.
Estuvo cuarenta días y cuarenta noches encerrado en su casa.
En su pequeña y estrecha casa.
Tuvo mucha suerte porque, de sus labios salieron palabras contra Dios que solo fueron escuchadas por sus padres.
Suerte porque el Cobrador de Impuestos que estaba allí, en esos momentos, no escuchó bien o no quiso escuchar las abominaciones contra su suerte.
Ese día, Zerajías no podía desplazarse demasiado.
Era día de reposo.
La Ley no se lo permitía.
Por ese motivo se quedó a la orilla del camino y, a no gran distancia de la piscina de Siloé.
Era media mañana, cuando sintió gritos y un mayor movimiento de gente.
Algo presentía. Estaba inquieto, ansioso, temeroso.
Ninguno de sus conocidos estaba lo suficientemente cerca para preguntar lo que estaba sucediendo.
Agudizó más el oído y sintió gente conversar.

Voces que, poco a poco se acercaban.
Giró su cuerpo en forma instintiva para escuchar mejor.
Ya estaban muy cerca.
Los sentía a unos pocos metros de él.
Se indignó.
Se sintió ofendido.
Sintió que se estaban burlando de sus padres.
Que enjuiciaban a sus ancianos y pobres padres.
De ellos hablaban.
De ellos y de él.
"Rabbí, ¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?"
Se revolvió en su duro asiento de piedra.
En sus manos temblorosas sostenía una delgada varilla que le ayudaba a espantar a los perros vagos.
Dentro de sí, nació el deseo de pararse y avanzar hacia las voces que estaban condenando a sus padres.
¿Quiénes eran ellos para decir que sus padres le habían concebido en pecado?
¿Quiénes para decir que él era hijo del pecado?
En su corazón el rencor y la indignación iban en aumento, cuando escuchó otro tipo de voz.
Era muy diferente. Quieta, profunda, pausada, recia.
Alcanzó escuchar "Luz del mundo" y después una frase que le calmó.
"Ni él pecó ni sus padres".
¿Quién es ése que habla así de mí?
¿Quién puede hablar de mí, con tanto conocimiento?
Luego hubo un silencio. Un gran silencio.
Sus oídos eran muy finos.
Ese silencio hirió sus tímpanos.
Escuchó que alguien se acercó.
No usaba sandalias, ni calzado alguno.
Él conocía muy bien quién se acercaba; si era hombre o mujer.

Si era rico o pobre. Si fariseo o levita. Si griego o romano.
Si herodiano o escriba.
Llevaba dieciocho años en el ejercicio de la mendicidad.
¡Dieciocho años!, escuchando y aprendiendo a descubrir quien era el dueño de tal o cual pisada.
¡Dieciocho años! de experiencia donde, incluso, por el ruido de las pisadas sabía la estatura y - en algunas ocasiones - el peso de las personas.
Estas pisadas eran distintas.
Pies descalzos.
Lo sintió muy próximo.
Cesó el ruido del roce de los pies con el suelo.
Sintió miedo, angustia.
Con su varilla buscó al cuerpo que sentía ante sí.
Lo tocó, a la altura de las rodillas.
¡Estaba allí!, a menos de medio metro de distancia.
Quiso gritar pero no pudo.
Todo su cuerpo estaba como petrificado, paralizado.
De pronto, sintió que el desconocido tocó los párpados de sus ojos.
Algo le puso. Su piel se adormeció.
El temor había invadido todo su ser.
El silencio era muy hiriente.
Temor, silencio, angustia, impotencia y calor.
Un intenso calor que comenzó a sentir en sus párpados.
Sentía que sus ojos se quemaban.
No podía reaccionar. No podía mover ni un solo músculo de su cuerpo.
Algo le puso el desconocido en sus párpados.
Algo que ardía, que quemaba.
No pudo ver que el desconocido había escupido en el suelo y, con su saliva había hecho barro y que, ese barro se lo había untado en sus párpados.
"¡Vete, lávate en la piscina de Siloé!"
No supo que pasó en ese entonces.
Era la voz de la misma persona que no condenó a sus padres, ni a él por ser ciego de nacimiento.
Todo su cuerpo estaba a punto de reventar.
La voz era segura, gruesa, fuerte, autoritaria.
¡Vete!
¡Lávate!
El ciego, no pudo resistir ante las dos órdenes.
La piscina de Siloé era un lugar emblemático, muy importante e histórico.
De esa piscina se sacaba el agua de las bendiciones durante la Fiesta.
No era el momento, ni día más adecuado para lavarse la cara.
La piscina, era el único lugar donde toda Jerusalén se abastecía de agua.
Era una obra del rey Ezequías, que había mandado construir un gran canal que venía desde la fuente de Guijón. El rey había reemplazado un antiguo y estrecho canal y había mandado construir otro más amplio y subterráneo para que todo su pueblo tuviera agua en abundancia.
¿Por qué debía ir a lavarse a la piscina?
¿Por qué justo allí?
¿Por qué en ese día tan especial?
El dolor y la quemazón en sus párpados eran terribles.
Se paró, extendió su mano derecha para que el desconocido le ayudara.
Él estaba allí. No había sentido sus pasos alejarse. Allí estaba en silencio.
Sintió una mano cálida y fuerte que le ayudó a levantarse.
¿Por qué a mí siempre me suceden estas cosas? - se preguntaba ya de pie.
¡Dios! Si has enviado un ángel para castigar mi rebelión cuando tenía apenas catorce años, ¿Por qué tardaste tanto?
¡Eso ya lo olvidé!.
¡Pagué mi pecado!
¡Dios!
¿No te basta con que haya nacido ciego?
El silencio hería sus oídos.
Los ojos cada vez le quemaban más.
La desesperación le hizo caminar en dirección a la piscina de Siloé.
"Él fue y se lavó".
Los cojos, mudos y sordos le observaban en silencio.
No sabían lo que le había sucedido a Zerajías.
Ellos le vieron venir, trastabillar, caerse para luego pararse.
¡La piscina!
¡La piscina!
Gritaba con desesperación: ¡La piscina!.
Algunos se burlaban de él, indicándole un camino equivocado y otros le orientaban gritándole:
¡A la derecha!
¡Un poco más a la izquierda!
¡Bien! ¡Bien!
Allí la tenía, con sus aguas frescas y limpias.
Era el agua de la bendición.
Se agachó y con desesperación, llevó sus dos manos llenas del salvador líquido a sus ojos, que estaban a punto de estallar.
Una, dos, tres, no supo cuántas veces llevó sus manos al rostro para refrescarse de tan grande escozor.
Instintivamente abrió los ojos.
Lo que pasó con ese mendigo, ciego de nacimiento, solo él lo supo.
Pensaba que el dolor le había enloquecido.
Que el ángel del Señor le había vuelto loco.
Pensaba que se estaba imaginando colores.
Un color blanco que le hacía cerrar con temor sus ojos.
Un blanco muy intenso.
Ya no sentía el ardor, el fuego en sus ojos.
Sentía dolor de luz.
Le dolía abrir sus ojos.
Poco a poco la luz blanca fue tomando color.
Comenzó a ver figuras.
Figuras que se movían.
Figuras que tenían colores, tamaño.
Unas más cerca y otras más lejos.
Levantó sus manos a la altura de los ojos.
No lo podía creer.
Movió sus dedos, abriendo y cerrando sus puños.
No era demencia.
No era castigo del ángel del Señor.
¡Era verdad!.
Veía.
¡Podía ver!.
¡Puedo ver! ¡Puedo ver!
Gritaba, fuera de sí.
Se arrojó al suelo bendiciendo y alabando a Dios.
¡Puedo ver! ¡Veo!
¡Los veo!
Nunca había visto antes.
Había nacido ciego.
No sabía de colores.
No conocía sus nombres.
Allí los tenía.
El verde, el rojo, el café, el azul del cielo, el blanco de las nubes que se movían bajo el cielo otoñal.
Pudo ver el color de sus hermanos de raza.
Pudo ver su ropa. Sucia y mojada.
Pudo ver el color de su piel, de sus manos.
¡Puedo ver!
¡Miren! ¡Puedo ver!
Muchos se acercaron al escuchar los gritos y grandes voces que lanzaba el mendigo ciego.
Se preguntaban entre sí:
"¿No es éste el que se sentaba a mendigar?"
Las opiniones estaban divididas
"Es él" - decían unos
"No, es uno que se le parece" - decían otros.
Le dolía la cabeza.
Estaba mareado.
Caminaba como un borracho.
Había olvidado el delgado leño, que le servía para averiguar si iba por un buen camino para no tropezar y espantar los perros vagos.
No lo necesitaba.
Caminaba sin apoyo.
Sin ayuda de otros.
Transcurrió un buen tiempo desde que se lavó la cara en la piscina.
Los curiosos le rodeaban en silencio.
Les miraba, con los ojos llenos de lágrimas, a causa del esfuerzo que tenía que hacer para poder ver bien.
La luz del día, le causaba dolor.
Rafú y Sodí, eran mendigos como él.
Rafú sufría de parálisis en ambas piernas y vivía cerca de la familia de Zerajías.
Lo conocía desde pequeño.
Sodí, tenía las manos pegadas y no las podía abrir.
Ambos conocían a Zerajías desde pequeño.
Ellos, desde su lugar le llamaron:
¡Zerajías!
¡Zerajías!
¡Somos Rafú y Sodí!
Zerajías se acercó y les abrazó muy fuerte.
Les dio el beso de saludo y bendición en cada mejilla.
¿Qué conversaron?
De muchas cosas y acontecimientos. De sus experiencias.
De todo lo que le había sucedido a Zerajías.
Sus amigos le contaron como gritaba y como caminaba hacia las aguas de la piscina. Reían, ahora, de lo que había pasado.
Allí supo que el desconocido que le había enviado a la piscina y que le había dado la vista, era el Galileo llamado Jesús.
Sus amigos le contaron muchas cosas portentosas de Jesús.
La muchedumbre agolpada a su alrededor, les miraba.
Les escuchaba reír y bendecir a Dios.
Isacar, Elyasaf y Ajirá que eran vecinos de la familia de Zerajías, se acercaron a una distancia prudente.
Ajirá, le preguntó en voz alta:
¿No eras tú el ciego de nacimiento que se sentaba a mendigar?
Zerajías, se dio vuelta y poniéndose de pie le contestó:
¡"Soy el mismo"
Si tú eres el mismo. ¿"Cómo, pues, te han abierto los ojos?"
Zerajías guardó silencio.
Tenía temor.
Ya podía ver, entonces ¿Para qué complicarse la vida diciendo que había sido Jesús quien le había sanado? ¿Para qué callar que Jesús había hecho barro y que se los había puesto en sus ojos y, que le había mandado a lavarse en la piscina?
Dijo la verdad.
No podía resistir a decir y contar lo que había sucedido con él.
"Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo":
"Vete a Siloé y lávate".
"Yo fui, me lavé y puedo ver"
Ellos no querían dar razón a sus palabras y le preguntaron:
"¿Dónde está ése?"
"No lo sé - respondió".
Zerajías, los miraba sin comprender nada.
Él no sabía de miradas.
No sabía, aún distinguir una mirada incrédula de una crédula.
Una mirada llena de odio a una cargada de ternura.
No sabía de miradas de admiración.
No sabía de miradas enlodadas de envidia.
Él estaba aprendiendo a mirar.
Le faltaba mucho aún por conocer las miradas de los hombres.
No sabía interpretar un ceño fruncido, de uno relajado y sonriente.
No sabía si una mirada confirmaba una mentira, o una actitud veraz.
Él solo veía en los demás miradas de admiración, porque él estaba y se sentía admirado de cuánto veía.
Sus ojos, ellos así lo veían, solo expresaban inquietud, temor, gozo, ansiedad y asombro.
En un momento de lucidez, pensó en sus padres.
Quiso correr donde ellos que, seguramente estaban en su casa. Pero la dura realidad lo hizo detener.
No sabía dónde vivía.
No sabía cómo llegar a su casa.
Nunca había visto el camino.
Cuando no veía, sabía cómo llegar.
Se conocía los altos y bajos del camino de memoria.
Ahora no podía ir porque, simplemente, no sabía qué camino tomar.

Miraba desorientado.
No sabía dónde ir.
De pronto, dos de los muchos que le habían observado e interrogado, lo asieron bajo sus axilas y lo llevaron donde los fariseos.
Ellos no podían aceptar, por prescripción de la Ley que, el hombre venido desde Galilea, hubiese realizado un milagro en un día sábado.
El trayecto no fue largo.
Mientras era conducido, se dio cuenta que había muchos mendigos sentados en la orilla del camino. Muchos, que tenían sus manos extendidas, esperando una limosna. Muchos, que gemían pidiendo misericordia y una moneda para poder comer.
Allí los pudo conocer.
Eran de voz pausada, mirada profunda.
Miraban de medio lado.
Usaban largas túnicas de vistosos colores.
Unos eran delgados y otros gordos.
Casi todos usaban una barba larga que les daba más autoridad.
Le dejaron frente a ellos.
Sintió el peso de sus miradas.
Las dos personas que lo condujeron hacia ellos, le contaron su versión de lo que había pasado. Que se había lavado en la piscina de Siloé y que según el testimonio del mendigo, había sido Jesús, que venía de Galilea, el causante de que el mendigo ciego estuviera viendo.
Los fariseos le pidieron que explicara todo lo que había sucedido.
Querían escuchar la versión del mendigo.
Zerajías, los pudo reconocer por su voz.
El más gordo es el dueño de tierras en la región de Galilea.
El delgado, que estaba en el otro extremo, es el que le había dado autorización para que pudiera sentarse cerca de la piscina y para que pudiera sentarse en otros lugares en la proximidad del atrio del Templo.
El más viejo y anciano es el que, a los doce años, le había invitado a la sinagoga. A un lugar especial - porque era ciego - cerca de las mujeres que no tenían acceso al lugar de la asamblea.
La pregunta le hizo volver a la realidad.
¿Cómo puedes ver ahora si eras ciego de nacimiento?
Lleno de temor, les miró con sus ojos enrojecidos por el esfuerzo y por la luz que - en un principio blanca y ahora vestida de muchos colores - le causaba mucho dolor de cabeza.
"Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo" - contestó.
No mencionó el nombre de Jesús, porque sabía muy bien a lo que se exponía y a lo que exponía a sus ancianos padres.
Había escuchado que lo querían matar.
Que las cosas que decía eran muy fuertes. Sabía que, a los fariseos les había dicho cosas tremendas, que los había tratado de "sepulcros blanqueados", que les había dicho "hipócritas".
Sabía que el Galileo había faltado a la Ley, porque había realizado varios milagros en un día sábado.
Le habían contado que comía con prostitutas y pecadores. Que se juntaba con gente de mala ley.
Sabía que, un pescador de nombre Pedro, un hombre muy recio y fanfarrón era su mano derecha. Que Pedro, el pescador no dejaba que nadie se acercara a Jesús y que, incluso, había impedido que varios niños se acercaran a Él porque querían escucharle. Que Jesús se había molestado y que les había dicho "Dejen que los niños se acerquen a mí".
Se recordó de las palabras de sus ancianos padres: cuídate de hacer comentarios de ese hombre, por eso, nada dijo acerca de quien le había mandado a lavarse a la piscina de Siloé.
Los fariseos se apartaron un poco para conversar, mientras Zerajías quedó parado, solo, tratando de escuchar los murmullos de los fariseos que en un pequeño círculo deliberaban entre sí.
Les costó ponerse de acuerdo, porque hablaron durante un buen tiempo y hacían gestos evidentes de enojo.
Sintió un nudo en la garganta cuando les vio venir nuevamente hacia él.
Sus labios los tenía partidos por lo seco que estaban.
Los fariseos se sentaron frente a él.
Fue allí que, Zerajías, aprovechó la oportunidad de dirigirse al más anciano - el que le había invitado a la sinagoga - para que un siervo le diera un poco de agua.
El fariseo accedió y el siervo le alcanzó una copa con agua.
Un fariseo, a quien nunca había escuchado su voz le preguntó:
"¿Y, qué dices tú de él, ya que te ha abierto los ojos?"
Era le pregunta que esperaba.
La pregunta que él, temía se le hiciera.
Hablar de Jesús.
Las palabras de sus padres volvieron a hacerle sentir temor hacia los fariseos y por las consecuencias de hablar.
"Cuídate de hacer comentarios de ese hombre".
"¿Qué dices tú de él?
La pregunta, ahora, fue dicha con voz recia, inquisidora, solemne, autoritaria.
Sus manos estaban enredadas en su gastada, pobre y sucia túnica.
Las tenía mojadas por la transpiración nerviosa y ansiosa.
Sentía sus piernas flaquear.
Cerró los ojos y tragando saliva dijo en voz baja lleno de temor:
"Que es un profeta"
Había encontrado la palabra y respuesta adecuada.
No dijo Mesías, como muchos andaban diciendo por ahí.
No dijo que era el enviado de Dios.
No dijo que, según le habían comentado, en ese hombre se cumplían todas las profecías, acordándose que le habían contado lo que había pasado en una sinagoga en Nazaret cuando había leído un texto del profeta Isaías y, que lo habían llevado a una quebrada para lanzarlo al vacío.
Dijo, simplemente que, era un profeta.
Pudo ver sus rostros y sus miradas.
No sabía exactamente qué había dicho ni, el alcance de su respuesta.
Se dio cuenta que, no cuestionaban sus palabras acerca de lo que él pensaba de Jesús que había hecho grandes obras en la tierra de Galilea.
Ellos no creían que era ciego de nacimiento.
Se dio cuenta, al salir del tribunal que, ellos pensaban que él era una persona que estaba actuando, para que los demás creyeran que Jesús tenía poder para dar la vista a los ciegos. Que tenía poder de Dios para hacer milagros.
Eso le dejó más tranquilo.
Así y todo quedó con una incertidumbre porque, los fariseos del tribunal le dijeron:
¡No te alejes de la ciudad, porque te volveremos a llamar!.
Le dio gusto salir del Tribunal por sus propios medios.
El bajar sólo las largas escalinatas para llegar al camino, se sintió desorientado.
No sabía dónde ir.
Sodí, su vecino le vio salir del Tribunal y le llamó:
¡Zerajías! ¡Zerajías!
¿Qué pasó? ¿Por qué te trajeron acá?
¿Qué te preguntaron?
¿Querían verificar que ahora sí puedes ver?
¿Te felicitaron porque ya no eres ciego?
¿Certificaron tu sanación?
¡Cuántas preguntas le hizo Sodí a Zerajías!
Por respuesta, solo tuvo un silencio y una mirada perdida.
Los párpados de Zerajías, estaban terriblemente hinchados y enrojecidos.
¡Por favor! - le suplicó - ¡Llévame a casa de mis padres!
Sodí, le condujo por un costado del Templo y salieron al exterior por la Puerta Hermosa.
Zerajías, no estaba en condiciones de maravillarse de la construcción del Templo, de su magnificencia ni de la construcción del pórtico de Salomón, cuando salió al exterior y cruzó el atrio de los gentiles para salir por la puerta doble y bajar para pasar junto a la Sinagoga de los Laberintos y nuevamente por la piscina de Siloé.
Fue conducido por varias calles angostas llenas de gente.
Faltaba poco para la hora nona (eran las dos de la tarde) cuando Zerajías cruzó por primera vez el umbral de su estrecha casa.
Su madre, llevó ambas manos a su cara de la tremenda impresión al verle vidente y se recostó, porque su vista se nubló y sus débiles y delgadas piernas sucumbieron ante el peso de ese frágil y delgado cuerpo.
Allí quedó Tirsá, con su rostro de piel arrugada y suelta de un color ambarino.
Zerajías, con sus ojos llenos de lágrimas, contemplaba el rostro de su madre.
Lo conocía porque desde pequeño lo había acariciado. Sabía cuántas arrugas tenía. Conocía la cicatriz de la frente y la del mentón. Las conocía porque sus dedos, desde que era pequeño, las habían tocado. Sabía el por qué y el cuándo se las había hecho.
Pero, el mirar el rostro de su madre, de su anciana madre; era otra cosa.
Las lágrimas que caían de sus ojos, eran:
Lágrimas de ternura.
Lágrimas de cariño.
Lágrimas de gratitud.
Lágrimas de admiración.
La contemplaba en silencio.
Acercó sus manos, poco a poco, a ese bendito rostro surcado por el viento, los cambios de estaciones, las constantes mudanzas en busca de una vida mejor.
Se acercó a ese rostro del cual compartía una nariz similar, unos labios delgados y unas cejas muy símiles.
Acarició el cabello blanco que asomaba bajo el velo. Descubrió su cabellera y acercándose aún más, besó muy tierno la frente.
Con ambas manos tomó cuidadosamente la cara de su madre.
Una de las tantas lágrimas de gratitud, de ternura, cariño y admiración cayó sobre la mejilla derecha de la anciana mujer.
Fue un golpe húmedo, refrescante, revitalizador.
La lágrima, golpeó el rostro de la mujer y tuvo un efecto singular - así lo imaginó Zerajías - porque en esos instantes ella recobró su lucidez.
La mirada de una mujer anciana, se cruzó con la mirada de un hijo ansioso.
Ella nunca lo había visto con sus ojos abiertos.
Sus grandes y redondos ojos negros abiertos.
Incorporándose, cogió a su hijo por la cabellera y lo atrajo hacia su pecho.
¡Hijo! ¡Hijo!
¿Quién te lo hizo?
¿Fue el Galileo?
Él asintió en silencio.
¡Hijo mío!
¿Qué harás ahora? ¿Dónde irás?
¡Pensarán que eres uno de ellos!
¿Lo saben los sacerdotes?
Zerajías, tratando de calmar a su anciana madre, le contó todo lo que le había pasado. De cómo Jesús había hecho barro, que se lo había puesto en sus ojos y le había dicho que se fuera a lavar en la piscina de Siloé.
Le contó que lo habían llevado al tribunal y que no le creían.
¡Madre! Cuando me preguntaron qué pensaba yo de él, sólo dije que era un profeta y nada más.
Debo irme porque sé que me buscarán.
Ellos quieren que yo diga que todo es falso.
Ellos quieren que diga que el tal Jesús es un falso profeta.
Un falso Mesías. Eso quieren que diga.
¡Hijo!
¡Piensa en nosotros!
¡Ahora nos puedes ver!
¡Ambos somos ancianos!
¿Dónde iremos?, ¿Dónde?
Su padre, interrumpió el encuentro con su llegada nerviosa y desordenada.
¡Tirsá! ¡Tirsá! - llamó desde la puerta.
¿Has visto a Zerajías?
¿Sabes lo que dicen de nuestro hijo?
¡Padre! ¡Aquí estoy! - respondió Zerajías.
Ambos se confundieron en un estrecho abrazo.
Nada se dijeron.
Se tomaron de los hombros y se quedaron mirando.
También era la primera vez.
Por primera vez contemplaba el rostro de su padre.
Después de un largo silencio su padre le dijo: ¡Quieren que nosotros vayamos al tribunal!
¡Nada malo hemos hecho a los ojos del Señor!
¡Vayamos pues! - dijo la anciana mujer.





Al día siguiente, los ancianos padres de Zerajías fueron citados al tribunal.
El viernes nada podían hacer los fariseos y el día siguiente estarían muy ocupados en las fiestas. Ellos debían velar que todo se hiciera conforme a la Ley.
Zerajías asistió junto a sus padres pues, era él la parte importante. Sabía que él era la prueba para que, ellos pudieron condenar a Jesús porque había transgredido y burlado la Ley.
Ellos le preguntaron:
"¿Es éste vuestro hijo, el que dicen que nació ciego?
"¿Cómo, pues, ve ahora?
Los ancianos temblaban.
La amenaza de ser expulsados de la sinagoga, la podían cumplir en ellos.
Ser expulsados en plena fiesta de Las Tiendas sería un castigo muy duro y terrible.
La expulsión, les dejaba sin seguridad.
Serían hijos de Israel pero "sin credencial".
Ser expulsados de la sinagoga, era quedar sin la posibilidad de escuchar la Thorá, sin la posibilidad de acudir a las grandes fiestas, sin la posibilidad de asistir al Templo.
Serían pasto de los romanos.
Tratados como esclavos.
No podían reconocer a Jesús como el Cristo.
Ambos se miraron. Sabían que su hijo estaba afuera, bajo custodia.
Ellos sabían que Zerajías no se quedaría callado, que era un hombre y que tenía posibilidad de defenderse.
Sabían que su hijo les había aconsejado que no se involucraran en su problema, que se mantuvieran alejado de todo ese lío.
Contra su voluntad, el padre de Zerajías, dio un paso adelante y contestó:
"Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quien le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Edad tiene; puede darse cuenta de sí mismo"
Ellos se sentían muy mal.
Habían actuado contra natura.
Habían traicionado, dado vuelta las espaldas a su hijo.
Allí estaba Ajimán, de pie, más atrás, Tirsá, envuelta con un riguroso velo.
Habían sellado la suerte de su hijo.
Él, ahora, estaba en las manos de Dios.
Los fariseos dieron la orden que ellos salieran de la sala y, que nada hablaran con su hijo que esperaba su turno afuera.
Zerajías, les vio salir con sus caras demacradas.
Quiso ir donde ellos pero, los guardias le tomaron muy fuerte de sus brazos.
¿Qué había pasado con sus padres?
De sus negros y, aún enrojecidos ojos brotaron lágrimas de impotencia, de rabia. Sus puños los había cerrado fuerte, hasta herirse las palmas de las manos con sus gruesas uñas.
Les vio salir del tribunal y sentarse junto al camino.
Ambos estaban encorvados, los sintió más viejos aún.
Le llamaron ante el tribunal.
Ingresó a la sala con paso decidido. Se sentía seguro, tranquilo.
Sus manos aún estaban empuñadas cuando, el que presidía el tribunal le dijo con voz gruesa y solemne:
"Da gloria a Dios"
Se asustó.
Sabía que, lo que le pedían, era decir la verdad en nombre de Dios, que cualquier mentira ofendería la majestad divina.
Dar gloria a Dios era decir la verdad para alabar y bendecir el nombre de Dios. Era dar honra a su Santo Nombre.
Enseguida escuchó toda una serie de acusaciones contra Jesús.
La conclusión de ellos era lapidaria.
Sintió, por primera vez aversión hacia los fariseos.
Aversión por su ceguera, por su odiosidad contra Jesús.
Ellos no entendían razones, no querían ver la realidad.
Conservaban en sus corazones una rabia y furia contra Jesús, porque les había dicho que eran hipócritas, porque había dicho a la gente que, hicieran todo lo que ellos mandaban pero, que no hicieran lo que ellos practican.
Ellos, sin juicios previos se creían dueños de la verdad.
Lo que ellos pensaban de Jesús, se lo dijeron claro:
"Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador"
Zerajías se jugaba la vida. Pensaba:
Si le digo que sí, tendré que desmentir que Él fue quien me dio la vista.
¡No!
Ellos me pidieron que dijera la verdad para honrar a Dios.
¡A Dios honraré!
Y, les dijo:
"Si es un pecador, no lo sé".
"Sólo sé una cosa: que era ciego y, ahora veo".
Ellos volvieron al ataque:
"¿Qué hizo, entonces, contigo?"
"¿Cómo te abrió los ojos?"
Zerajías, tenía la imagen de sus padres al salir de allí, con sus rostros sombríos.
Y, lleno de enojo les encaró diciéndoles:
"¡Eso ya se los he dicho y no me han escuchado!"
"¿Por qué quieren oírlo otra vez?"
¡Ustedes! "¿Quieren hacerse discípulos suyos?"
Su voz sonó fuerte, desafiante, agresiva.
Eso, colmó a los hombres que, buscaban por todos los medios encontrar una justificación a su odio contra Jesús.
Ellos se pararon, sus rostros estaban rojos de ira y alzando su voz "le llenaron de injurias", le humillaron:
¡Tú, que naciste en pecado! ¿Vienes a darnos lecciones?
¡Tú, que siempre has sido ciego y nada sabes de las Escrituras porque no sabes leer! ¿Tienes la osadía de decirnos que estamos equivocados?
¡Eres un pobre mendigo!
¡Sí! - le dijo el fariseo que le había dado generosas limosnas.-
Has comido estos años, gracias a nuestra generosidad y limosna.
¡Claro! Ahora que puedes ver, crees que eres el dueño de la verdad.
¡Eres dueño de una mentira!
¡En ése hombre solo hay engaños y mentiras!
¡Reconoce, en nombre de Dios que, ese hombre burló la Ley!
¡Reconócelo!, así te salvarás.
"¡Nosotros somos discípulos de Moisés!"
"¡Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios!"
¡Sí! - dijo el más delgado, cubierto de una túnica que más perecía prestada de otro más gordo y grande.
Nosotros, no sabemos de dónde viene ni de dónde es ese tipo.
Zerajías, les escuchaba en silencio.
Ya no tenía temor. Tenía rabia, se sentía intérprete de muchos.
Por eso, cuando ellos se cansaron de agredirle, insultarle, humillarle e injuriarle, les respondió diciendo:
"Eso es lo extraño: que ustedes no sepan de dónde es y, que me haya abierto los ojos."
Tanto ustedes, como yo "sabemos que Dios no escucha a los pecadores". Sabemos que Dios escucha al que "cumple su voluntad".
Si Jesús "no viniera de Dios, no podría hacer nada"
Zerajías, ya no pudo decir algo más grave en su contra.
Dijo y reconoció ante ellos, que Jesús venía de Dios.
Él mismo se había expulsado de la sinagoga.
Lo tenía muy claro.
Esa realidad no se hizo esperar.
Con la solemnidad de la ocasión y, con la rabia contenida de los fariseos, fue expulsado de la sinagoga.
Era el tercer día de las fiestas de Las Tiendas.
Fue a casa de sus padres y no les encontró.
Habían viajado fuera de la ciudad, a casa de unos primos de su padre.
Es mejor así - pensó para sí.
Todos lo sabían. Había sido expulsado de la sinagoga.
Sus amigos, le recomendaban que reconociese que Jesús no tenía poder de parte de Dios, que era un pecador, que había pasado a llevar el sábado.
Solo así podía reintegrarse a la sinagoga.
Estaba deprimido.
Sus amigos le saludaban de lejos, en forma muy disimulada.
Nadie se acercaba a él, por temor a los fariseos.
La angustia, la pena, el llanto eran su comida.
Todos estaban alegres por las fiestas y, él sólo se atrevía a salir por las tardes, cuando ya caía la noche o muy temprano por las mañanas.
Así transcurrieron dos días más.
Buscaba a Jesús.
Quería conocerle.
Nadie le daba información de él.
Fue Jesús, quien se enteró que lo habían expulsado de la sinagoga y, salió en su búsqueda.

Zerajías, tenía que enfrentar la vida.
Su calidad de mendigo la había perdido.
Ahora, era un don nadie.
La temporada de la cosecha había terminado.
No sabía ningún oficio.
No sabía de pastoreo.
No sabía carpintería.
No sabía nada de construcción.
Solo sabía sentarse y estirar la mano para pedir una limosna.
Ese era su oficio.
De pronto se encontró que era nadie, teniendo vista.
Sin amigos, sin padres, sin oficio, sin raza ni destino.
¡Soy un maldito! ¡Un maldito de Dios! - se decía.
¡Me iré de aquí! ¡Buscaré otro lugar donde vivir!
¡Tendré que empezar todo como si recién hubiera nacido!
¿Por qué? ¿Por qué tuvo que darme la vista?
Las estrechas calles llenas de gente, le apretaban.
No gozaba el conocer su ciudad.
Cubría bien su rostro para no ser reconocido.
La música, los cantos y los bailes en corro, ahora, los detestaba.
Se fue a sentar cerca de la sinagoga.
La miraba con nostalgia. No podía entrar.
Veía cómo sus hermanos de raza acudían a ella.
Solo podía verlos, de lejos.
Allí estaba, botado en el camino.
Con su cara escondida en medio de sus rodillas flectadas.
Sus ojos los había cerrado.
Pensaba, qué hacer...






Su audición la conservaba intacta. Era agudísima.
Sintió unas pisadas suaves que se acercaron por detrás.
Levantó la vista y girando un poco su cuerpo, vio un par de pies descalzos que se habían detenido muy cerca de él.
Un presentimiento le hizo levantar aún más su mirada.
Tenía ante sí a un hombre relativamente alto.
Vestía una túnica de una sola pieza de color casi blanco.
Tenía barba y su rostro era mas bien delgado.
Se encontró con un par de ojos, de una mirada profunda, cálida, acogedora, cariñosa.
Era un forastero. No le conocía. Su vestimenta así lo indicaba.
Al escuchar la pregunta que le hizo, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
"¿Tú, crees en el Hijo del Hombre?"
Guardó silencio. Pensó en el contenido de la pregunta.
Le preguntaba si creía en el Mesías, en el Salvador.
Pensó que, ese forastero venía de parte de Jesús, el que le había quitado su ceguera.
Sin poder controlar su curiosidad le dijo:
"¿Y quién es, Señor, para que crea en él?"
El forastero le dijo:
"Le has visto; el que está hablando contigo, ése es"
Entonces, el corazón de Zerajías dio un brinco, a causa del flujo de sangre que de pronto había llegado a él.
Estaba ante Jesús. ¡Era Jesús!
¡Lo tenía allí, ante sus ojos!
Le volvió a mirar. Él estaba parado y seguía observándole.
El sol lo tenía a sus espaldas y sus rayos envolvían su silueta, destacando aún más su porte, su magnificencia, la autoridad de sus palabras.
Se incorporó, paseó su vista y vio cómo varios fariseos se acercaban a mirar.
Jesús, volvió a repetir su pregunta:
"Tú, ¿crees en el Hijo del Hombre?"
¿Por qué había vuelto?
¿Qué quería de él?
¡Si solo le había causado problemas!
¿Por qué estaba nuevamente allí?
Jesús le miraba. Esperaba una respuesta.
No le presionó. Nada hizo, solo allí estaba.
Entonces, desde su corazón brotó la respuesta.
No la pensó.
Simplemente, salió de su profundidad.
Le reconoció como el Mesías.
"¡Creo, Señor!"
"Y, se postró ante él".
Se produjo una discusión entre los fariseos que estaban allí.
Alcanzó a escuchar que decían:
Tiene un demonio y está loco
¿Por qué lo escuchan?
Se incorporó y, mirando por última vez en dirección a la sinagoga y, a los fariseos que con sus gestos y miradas le condenaban, siguió tras Jesús.
Había avanzado unos diez pasos, cuando se volvió y les dijo gritando:
¡Estas cosas no son de un endemoniado!
¡Escuchen bien!
¡Los ciegos son ustedes!
¿Puede acaso un demonio abrir los ojos de los ciegos?
¿Puede?
Zerajías alcanzó a Jesús y, comenzó a caminar a su lado.


CURACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO

Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos:
"Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?".
Respondió Jesús:
"Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios".
Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar.
Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.
Dicho esto escupió en tierra, hizo barro con la saliva y, puso el barro sobre los ojos del ciego y le dijo:
"Vete, lávate en la piscina de Siloé".
Él fue, se lavó y volvió ya viendo.
Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían:
"¿No es éste el que se sentaba para mendigar?".
"Es él", decían unos.
"No, decían otros, sino que es uno que se le parece".
Pero él decía: "Soy el mismo".
Le dijeron entonces: "¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?".
El respondió:
"Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: Vete a Siloé a lavarte.
Yo fui, me lavé y vi."
Ellos le dijeron: "¿Dónde está ese?".
Él respondió: "No lo sé"
Llevan al que antes era ciego donde los fariseos. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista.

Él les dijo: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo".
Algunos fariseos le decían. :
"Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado"
Pero, ¿cómo puede un pecador - replicaban otros - realizar semejantes señales?".
Y no se ponían de acuerdo.
Entonces le dicen otra vez al ciego:
"¿Y qué dices tú de él, ya que te ha abierto los ojos?"
Él respondió:
"Que es un profeta"
No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego y hubiera llegado a ver hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
"¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego?" ¿"Cómo, pues, ve ahora?".
Sus padres respondieron:
"Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, como ve ahora, no lo sabemos, ni quien le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Edad tiene, puede dar cuenta de sí mismo".
Sus padres hablaban así por miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: "Edad tiene, preguntádselo a él".
Le llamaron los judíos por segunda vez y le dijeron:
"Da Gloria a Dios".
Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador".
"Si es un pecador, respondió, no lo sé.
Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo."
Le dijeron entonces:
¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?".
Él replicó:
"Os lo he dicho ya y, no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es que queréis también vosotros haceros discípulos suyos?".
Ellos le llenaron de injurias y le dijeron:
"Tú, eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero eso, no sabemos de dónde es".
El hombre les respondió:
"Eso es lo extraño, que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; más, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada".
Ellos le respondieron:
"Has nacido todo en pecado ¿y tú nos vas a dar lecciones?. Y le expulsaron.
Jesús se enteró que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo:
"¿Tú, crees en el Hijo del hombre?".
Él respondió: "¿Y, quién es, Señor, para creer en él?".
Jesús le dijo:
"Le has visto; el que está hablando contigo, ése es".
Él entonces dijo:
"Creo, Señor"
Y, se postró ante Él........"






(Evangelio de San Juan 9,1-38)

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