Yamir tenía cuarenta y dos años. Era un hombre de triunfo.
La prosperidad, era una realidad que conoció de pequeño en los viajes junto a sus padres a Roma, Grecia y varias ciudades que eran nacimiento e inspiración de las artes, las ciencias, el comercio y modelos nuevos que, auspiciaban gran éxito si se sabían llevar a cabo.
Su astucia y gran capacidad para enfrentar nuevos desafíos comerciales eran su impronta.
A muy temprana edad recuerda, en el escritorio de su amplia y sólida casa, que ya le habían solicitado y nombrado administrador de una gran empresa. A los dos años de una labor llena de éxito, fue nombrado director de las obras viales que impulsaba el gran emperador de Roma.
Esa experiencia le abrió nuevos horizontes. Formó - valiéndose de la experiencia de los persas, romanos, griegos y egipcios - una sociedad que revolucionó las teorías comerciales de la época.
Tenía un corazón muy bueno. Era escrupuloso en pagar mensualmente el diezmo. En los pagos siempre fue exacto y puntual.
Cada vez que se pedía una ayuda "fuera de libreto y presupuesto" para las limosnas, él siempre accedía y daba su aporte.
Era muy bien considerado por su generosidad.
Sabía que sus defectos eran muchos y, cada vez que tenía que escuchar un discurso donde se agradecía y elogiaba su generosidad, se revolvía en su asiento.
Es que el poder y el dinero, el status le daban poder, mucho poder.
En general lo usaba bien, pero el poder es el poder.
Él sabía muy bien cuáles eran las fronteras del buen y mal uso del poder.
Desde pequeño fue educado rigurosamente en el bien y el cumplimiento de la Ley.
Era dueño de una moral muy estricta. Su vida siempre había sido regida por esa moral.
Sufría, y mucho, cada vez que, usando mal del dinero y del poder hacía cosas que "estaban reñidas" con los principios heredados de sus padres.
Le atormentaba la sombra de la pobreza y del fracaso.
Cada vez que emprendía un negocio nuevo, arriesgaba mucho dinero. El hambre de éxito y de palmadas en la espalda le hacían arriesgar grandes cantidades de su fortuna.
Su familia era feliz y gozaba de un gran prestigio en la sinagoga y, ante los romanos.
Había contraído matrimonio a los 29 años y fruto de su pareja tuvo un solo hijo. Su heredero tenía diecisiete años y trabajaba junto a él.
¿Qué más podía pedir?
Todo creía tenerlo. Todo – pensaba - lo había logrado.
Así fue como también le llegó la muerte.
Apretado - entre valijas y papeles – quedó su cuerpo en el camino. Era conducido – en un ostentoso carruaje - por una de las nuevas vías que comunicaban Jerusalén con las ciudades vecinas, cuando, de improviso una de las ruedas cedió y cayó a un profundo barranco.
¿Qué pudo hacer la fortuna por él en esos momentos?
¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Muchos lloraron su deceso y partida.
Todo quedó en manos de Guemalí, su único hijo quien había heredado la fortuna de su progenitor y toda la enseñanza y compromiso con el cumplimiento de la Ley.
Guemalí siguió con la sociedad de su padre y consiguió mucho más.
Fue uno de los pocos hijos de Israel que tenía una estrecha relación comercial con los romanos porque, ellos, sabían que el impuesto que les pagaba era muy alto.
Tenía veintitrés años cuando quiso conocer a un profeta que había hablado de los impuestos de un modo bastante controversial. Supo que le habían preguntado si era o no lícito pagar el tributo al César del cual, en su intimidad, estaba harto de esa obligación pues, nada de lo que tributaba quedaba para su pueblo.
Se informó por un administrador de las tierras que tenía en Galilea, de todo lo que enseñaba Jesús y salió a su encuentro para preguntarle qué tenía que hacer para ser más perfecto y santo.
No le fue fácil pues mucha gente le rodeaba y le apretaba para estar junto a Él.
Su importancia por los cargos que ocupaba y la riqueza de los trajes fue su aliado natural que le ayudó para llegar junto a Jesús y, "arrodillándose ante él, le preguntó":
"Maestro bueno ¿qué debo hacer para tener en herencia la vida eterna?"
Solo allí se dio cuenta ante quién estaba.
No era un hombre cualquiera. Era diferente aunque vestía casi igual que todos pero, su mirada y sus movimientos eran muy especiales.
Jesús, le miró con un dejo de asombro y extrañeza.
Guardó silencio y Guemalí le miraba con ansiedad en espera de la respuesta.
El se sabía correcto, casi perfecto pues cumplía con cada artículo y mandato de la Ley. En nada había fallado.
Se creía superior a los demás y bendecido por Dios porque era muy rico y, además, porque guardaba rigurosamente la Ley.
Jesús rompió el silencio y le preguntó:
"¿Por qué me llamas bueno?"
Guemalí le dijo:
- Por todas las cosas que has hecho, la gente habla muy bien de ti y porque...
No alcanzó a terminar sus argumentos porque Jesús le interrumpió en forma enérgica diciéndole:
"Nadie es bueno sino sólo Dios"
Guemalí, se desorientó con las palabras de Jesús y en forma nerviosa comenzó a decir:
¡Pero, tú, has dado vista a los ciegos y has realizado muchas señales en bien de los hombres, además, porque tú...!
Jesús, levantando su mano derecha para callar a ese joven rico que tenía ante sí le dijo adivinando lo que Guemalí había pensado en su corazón:"Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre"
Guemalí, a medida que Jesús mencionaba los mandamientos, asentía con alegría y orgullo con su cabeza teniendo la más absoluta seguridad que todos los que mencionaba Jesús, él los había cumplido en forma perfecta.
Su corazón estaba henchido de felicidad. Nunca se había sentido tan reconocido, tan alabado por persona alguna.
Era el momento que todos supieran que él era perfecto y riguroso en el cumplimiento de la Ley.
Poniéndose de pie y sin antes mirar a los que le apretaban - para que todos reconocieran lo bueno y santo que era al cumplir la Ley - dijo en voz alta:
¡"Maestro todo eso lo he guardado desde mi juventud"!
Sabía que estaba diciendo la verdad y esperaba el reconocimiento de tanto esfuerzo, sacrificio y constancia y empeño en cumplir sagradamente la voluntad de Dios.
El profeta que tenía ante sí, era la persona más indicada para que reconociera en forma pública su estilo de vida.
No sabía qué hacer con sus nerviosas manos que apretaban una bolsa llena de monedas de alto valor que llevaba colgando de su cíngulo.
Se rascó la barba frondosa y bien cuidada
Esperaba la respuesta de ese hombre especial, que tenía una doctrina distinta y mucho poder.
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que no se dio cuenta del modo como le miraba Jesús.
Volvió a la realidad cuando una de las monedas se deslizó fuera de la bolsa y calló al suelo siendo recogida por una mujer muy pobre.
Solo allí se dio cuenta que Jesús le miraba.
Ojos negros. Negros y grandes.
Era una mirada fuerte y profunda.
Guemalí había aprendido a mirar fijo a los ojos. Su padre se lo había enseñado porque, así sabía si un empleado le mentía o le decía la verdad.
Sabía que tenía una mirada fuerte y que soportaba varios segundos sin pestañear.
Dueño de sí, también hizo lo mismo.
Fijó su mirada en los ojos de Jesús que, en silencio le seguía mirando.
Guemalí, estaba con su esquema.
Miraba fijo a Jesús como aceptando el desafío de quién bajaba primero la vista.
Cruzó sus brazos a la altura del pecho. Él era el hombre de poder, era el rico.
Ante sí tenía solo a un profeta con poderes pero, de apariencia mas bien pobre.
Eso sabía hacer. Mirar para encontrar si el otro decía la verdad.
Eso buscaba: la verdad en la mirada de Jesús.
No se dio cuenta de la ternura en la mirada de Jesús.
No percibió el amor que brotaba en esa mirada de ojos intensamente negros.
Él vino a confirmar su verdad, no esperaba recibir amor.
Vino para confirmar que, todo lo que hacía estaba bien.
Vino para confirmar que era perfecto.
Eso es lo que buscaba cuando miraba a Jesús.
Ante el silencio de Jesús, volvió a repetir:
"Todo eso lo he guardado desde mi juventud"
Pensaba en su interior:
Dime que voy por buen camino.
Dime que tengo méritos de sobra para alcanzar la vida eterna.
¿Qué esperas?
La mirada de Jesús le incomodaba sobremanera.
No se dio cuenta que Jesús le estaba amando.
No se dio cuenta que, con su mirada le decía: Te amo.
Jesús, que conocía hasta los rincones más oscuros del hombre, supo lo que estaba pasando en lo más profundo de ese joven que tenía ante sí.
Entonces, Jesús se acercó y "fijando en él su mirada, le amó y le dijo
"Sólo una cosa te falta"
Guemalí era rápido y en silencio se preguntó de inmediato:
¿Qué? ¿Si todo lo he cumplido desde joven?
No alcanzó a más porque Jesús, posando su mano derecha sobre su hombro continuó diciéndole:
"Vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás tu tesoro en el cielo"
Guemalí le miró incrédulo.
¡Estoy ante un demente! – se dijo
¿Cómo vender todo?
¿No sabes amigo – pensaba en su interior – que todo lo que tengo es parte de la vida de mi padre?
Bajó su vista en búsqueda de una respuesta lógica a tan inesperada invitación del Maestro.
¡Vender!
¡Tirar todo para tener un tesoro en el cielo!
¿Qué quiere?
¿Qué le dé toda mi riqueza a ésta gentuza que le sigue y le idolatra?
Jesús le miraba en silencio.
"Sólo una cosa te falta"
"Vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás tu tesoro en el cielo"
"Luego, ¡Ven y sígueme!"
¡No!
¡No puedo hacer esa locura!
Y se acordó de unos pescadores que habían dejado todo y lo habían seguido.
Pero, ¿qué son un par de barcas comparadas con mi fortuna y propiedades?
¡Nada!
Si vendo todo, desprecio el sacrificio de mis padres, dejaré lo que más me gusta.
Y ¿mi seguridad?
¿Qué seré sin todo lo que tengo?
Una inmensa tristeza inundó su corazón.
Tristeza y frustración.
Vine donde este hombre por algo importante, quería saber si estaba bien en todo lo que hacía – se decía.-
Me dijeron que era un Maestro……si fuera maestro me hubiera apoyado, dado aliento, hubiera hablado de la Ley de Moisés.
Se sentía desanimado, frustrado, decepcionado.
¡Que locura!
¿Querrá que vista a toda esta gentuza?
¿Que alimente a todas estas mujeres y niños?
Los maestros de la Ley tenían razón – cavilaba a modo de conclusión.-
Es un loco que anda con pecadores y gente sin esperanza.
Es amigo de los revoltosos que sueñan con la libertad y que los romanos se vayan de nuestras tierras.
Es un hombre peligroso – concluyó.
"Se entristeció y se marchó apenado"
Había ido a Jerusalén para las Fiestas de Pascua para ofrecer las ofrendas de acción de gracias.
Siempre le gustaba celebrar esas fiestas en el Templo sagrado.
Nuevamente, sin quererlo supo del profeta que le hizo sentir pena y frustració
Guemalí estaba con los mercaderes que estaban en las afueras del Templo.
Necesitaba cambiar algunas monedas.
Allí le contaron que Jesús les había echado y que había volcado las mesas de ellos con todas sus monedas y, que incluso había trenzado con unas cuerdas un látigo.
¡Estaba furioso! decía un cambista gordo y de cara colorada.
¡Nos dijo que el templo se había convertido por nuestra culpa en una "cueva de bandidos"!
¡Toda la gente lo protegía! Añadió otro cambista delgado que llevaba un costoso sombrero sobre su calva cabeza. ¡Sí!, ¡Nadie se atrevió a tomarlo preso y llevarlo al Sanedrín por las cosas que dijo! – Agregó el cambista gordo.
¡Perdimos varias monedas porque varios hombres las recogieron y se las llevaron!
Me contaron que al día siguiente el mismo Jesús envió a Santiago y les devolvió buena parte de lo que habían recogido los hombres – acotó Guemalí
¡Tienes razón! – afirmó reconociendo la acción el otro cambista, al mismo tiempo que arreglaba su sombrero.
Guemalí que les escuchaba con atención y en silencio, les dijo:
¿Saben lo que me pasó a mí?
Y, les contó su experiencia con Jesús.
Los dos cambistas rieron y exclamaron:
¡Parece que quiere dejar contentos a todos los pobres que le siguen!
¡Sí! - agregó el gordo - por eso anda diciendo esas cosas.
Guemalí realizó el cambio de las monedas y uno de los escribas del Sanedrín le llamó.
¡Guemalí! – le dijo dándole el beso de la paz – enhorabuena te encuentro.
Se está preparando el prendimiento de ese Galileo que anda alborotando al pueblo y necesitamos de tu ayuda para poder pagar a uno de sus seguidores por una información.
¡Cómo! – exclamó Guemalí un poco asustado.
¿Qué quieren hacerle a ese hombre?
¡Juzgarlo y condenarlo! – agregó el escriba miembro del máximo tribunal – es lo que corresponde por todas las cosas que ha dicho en contra nuestra.
¡Nos trató de sepulcros blanqueados!
Nos dijo ¡hipócritas!
¡No ha respetado el sábado!
Muchos nos dicen:
¿Hasta cuándo soportarán tanta insolencia?
Tenemos miedo que los romanos intervengan en todo este asunto.
¿Qué quieres que haga? – preguntó Guemalí
¡Haznos una donación de treinta monedas!. ¡Eso nos basta!
Algo pasó por la mente de Gemalí que le hizo dudar.
Mañana, al atardecer – dijo – volveré con las monedas.
Y, se despidió del escriba con una tremenda desazón en su corazón.
¡No! ¡No! – se decía ese viernes muy temprano.
Jamás he dado monedas para soborno y esta no será la primera vez.
Caminaba por las estrechas calles de la ciudad cuando, de improviso, unos gritos y una multitud que se acercaba llamó su atención
Allí se quedó parado esperando que pasara la muchedumbre que gritaba.
Sus ojos se abrieron y su mentón tuvo un leve temblor cuando pudo observar que el causante de tanto alboroto era Jesús que venía con una corona de espinas sobre su frente y cargaba una pesada cruz sobre sus hombros.
Cayó muy cerca de él.
Observó a varias mujeres que le seguían muy de cerca y que no cesaban de llorar.
Los soldados tomaron a un campesino que también estaba observando y le obligaron a cargar con la cruz.
Allí pudo ver su rostro.
Estaba cubierto de sangre que brotaba desde su frente.
Su barba sucia con tierra y...... su mirada.
La mirada de Jesús, volvió a posarse en sus ojos.
Guemalí bajó la vista, se sintió incómodo.
Sentía lástima por ver al hombre que le propuso vender todo lo que tenía y dárselo a los pobres.
Se dio vuelta al mismo tiempo que se preguntaba:
Si hubiera hecho caso a su propuesta ¿qué sería de mí ahora?
Todos se estarían riendo de mí.
Y volvió a mirarle.
Allí estaba de pie, con sus manos atadas y su ropa que acusaba una violencia sobre sus espaldas producto de latigazos, totalmente manchada con sangre.
¡Pobre hombre! – se decía moviendo la cabeza.
Lo llevaban a un pequeño cerro llamado Gólgota.
Allí lo iban a crucificar.
Esa era su suerte. La muerte.
Definitivamente Guemalí no era hombre capacitado para escenas fuertes.
El se conocía bien, por eso se apartó de la muchedumbre que le seguía y siguió su camino.
Antes de llegar a su casa, como a las tres de la tarde miró el cielo.
El sol repentinamente se había ocultado tras unas misteriosas nubes.
Por unos instantes todo se oscureció y la tierra tembló.
En su casa tomó la bolsa con monedas que le había pedido el escriba.
Las tuvo un buen rato en sus manos, lanzando un suspiro y moviendo su cabeza se dijo:
Jesús, no merecía esa suerte.
Creo que valía muchas monedas más.
Quizá toda mi fortuna.
Y recordó su mirada tranquila y amorosa.
Sintió una extraña sensación en su corazón.
No era la tristeza que sintió cuando le vio por primera vez.
¡Averiguaré que pasó con ese hombre! – Se dijo resuelto.
¡Averiguaré todo sobre él!
EL JOVEN RICO
Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante él, le preguntó:
Maestro bueno ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?.
Jesús le respondió:
"¿Por qué me llamas bueno?"
"Nadie es bueno sino solo Dios."
"Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre"
Él, entonces, le contestó:
Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud.
Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo:
"Solo una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme".
Pero, él, al oír estas palabras, se entristeció y se marchó apenado, porque tenía muchos bienes.
Evangelio San Marcos 10,17-22
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