Yecutiel
Yecutiel, era un pescador que había logrado prosperar mucho.
Cuando tenía treinta años, miraba con orgullo sus cuatro barcas con las que recorría y surcaba las aguas del generoso mar de Galilea.
Había nacido en Cafarnaún, una ciudad situada a la orilla del mar, al norte de la tierra de Palestina.
Ahora tiene cuarenta y dos años y lleva doce años postrado en su cama.
En una mala maniobra – a causa del mar muy agitado - sufrió un golpe en la espalda de un grueso madero, que se había desprendido de la vela mayor de la barca que dirigía. Con el tiempo sufrió una parálisis que lo terminó por derrumbar.
Yecutiel, era un hombre fuerte, tosco, rudo, de pocas palabras, reservado y orgulloso. No le gustaba que le vieran en esa situación.
Con su casi metro y ochenta de estatura, más su recia contextura, para cualquier hombre que había gozado de una buena salud, le costaba aparecer ante los demás como alguien indefenso, origen de lástima.
En su lecho, se conformaba al saber que a sus hijos les iba bien en la pesca.
Sus dos hijos Zabdí e Itamar eran buenos pescadores y buenos administradores de las ganancias de su trabajo.
De vez en cuando Andrés - otro pescador - le visitaba para confortarle con unas buenas anécdotas y para ponerlo al tanto de las novedades de la caleta y de la ciudad.
El hermano de Andrés no iba con frecuencia pues, ambos – Yecutiel y Pedro – habían tenido unas rencillas en su tiempo de juventud.
A quien más le costaba superar la situación era a Pedro, porque era de un carácter muy impulsivo y belicoso. El siempre tenía la razón. Cada vez que defendía alguna idea, todos los pescadores se enteraban, a causa de su potente voz.
Yecutiel le tenía gran aprecio pues, fue Pedro quien le prestó auxilio cuando la vela mayor de su barca se partió en dos a causa del fuerte viento.
Siempre recuerda lo que Pedro dijo cuando le auxilió:
"Lo hago porque soy hombre de mar y nada más".
Le tenía aprecio porque en el fondo, ese hombre que parecía una piedra, tenía un generoso corazón.
Su hermano Andrés siempre decía de él:
Es muy testarudo, peleador, soberbio de su fuerza física, de cabeza dura para entender razones pero, es un buen hombre.
Cuidaba a su suegra que sufría mucho a causa de una enfermedad extraña. Ella podía estar un mes en buen estado de salud y, de improviso sufría de altísimas temperaturas y dolores de cabeza.
Para Yecutiel, la vida había tenido un giro muy especial.
Sus hijos le habían dado una noticia que, tardó en lograr entender.
¡Padre!, ¡Padre! – dijeron ellos llamándole con gran euforia e ingresando en forma atropellada por la angosta puerta de la casa.
¿Qué pasa? ¿Qué sucedió?
¡Un profeta! – explicaba muy atolondrado Zabdí.
¡Un profeta!
¿Un profeta? – preguntó sin entender nada a sus hijos que - con sus rostros sudorosos y, agitados corazones a causa de la impresión y de la carrera que habían realizado, desde la orilla del mar hasta su casa paterna – le miraban con unos ojos desorbitados.
¡Padre! Deja que expliquemos lo que sucedió – dijo un poco más calmado Itamar – ¡No lo podrás creer!
Se sentaron a la orilla de su cama.
Su padre, les miraba con mucha ansiedad y comenzaron en forma desordenada y atolondrada con el relato. Itamar, el mayor de sus dos hijos, tomó la palabra y dijo:
¡Estabamos en la orilla recogiendo nuestras redes!
¡Sí! – interrumpió Zabdí – ¡Recién habíamos llegado!
Ante un gesto de su padre, Zabdí se contuvo y guardó silencio.
Andrés y Pedro estaban extendiendo las redes en la orilla, para hacer el cerco cuando un hombre se les acercó, habló con ellos, no sabemos qué y allí dejaron su barca y sus redes – continuó Itamar.-
¡Sí! Pensamos que le indicarían algo – agregó nervioso Zabdí – y que volverían para continuar con su trabajo...
Lo mismo sucedió con los hijos de Zebedeo. Tú, los conoces bien...
¡Santiago y Juan! – dijo Yecutiel rascando su larga y frondosa barba y con la vista perdida en el cielo como tratando de adelantar el desenlace de la noticia – ¡son dos jóvenes aventureros!.
El asunto, padre, que todo esto sucedió en la mañana y nada hemos sabido de ellos.
El viejo pescador, tenía mucho tiempo para pensar.
Comenzó a recordar las escrituras y en su mente recordó un trozo del profeta Isaías:
"...En un principio tuvo en poco a la tierra de Zabulón y Neftalí, pero después honró el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles" (Isaías 8,23)
Poco a poco, la extraña noticia que le habían dado sus hijos - que habían confirmado al día siguiente al no ver a Pedro y a su hermano Andrés ni a los hijos de Zebedeo - comenzó a llenarle de una ilusión y esperanza....¿será el Emmanuel?...
¡Ah! - se dijo - No debo hacerme falsas ilusiones con los signos.....puede ser otro charlatán, como los muchos que han venido por acá, con la esperanza de echar a los romanos de Jerusalén.
No pasaron tres días, cuando sus hijos nuevamente llegaron en forma atropellada a casa para anunciarle que, en la sinagoga estaba el profeta enseñando.
¡Vayan a verle! – dijo Yecutiel.
¡Vayan! Y vuelvan para contarme quién es, cómo se llama.
¡Vayan! Y escuchen con atención su doctrina sin olvidarse de quienes somos.
No les vaya a pasar lo que les pasó a Pedro, Andrés y a los hijos de Zebedeo que dejaron todo botado en forma irresponsable por ese hombre.
¡Mucho cuidado! Vean si es un profeta o un nuevo charlatán y embaucador.
Recuerden que hoy es sábado y no anden corriendo por las calles.
¡Es sábado! – recuerden nuestra tradición y costumbre.
Salieron ellos y, allí se quedó Yecutiel rezongando:
Los jóvenes son muy atrevidos, osados y no tienen tanto aprecio por las tradiciones y por la ley.
Con qué facilidad, dicen: ¡Lo olvidé!
¡Han olvidado el santo temor de Yahvéh!.
Cerrando sus ojos comenzó a susurrar el salmo 88:
"...soy como un hombre acabado:
relegado entre los muertos..."
" ...me has echado en lo profundo de la fosa.
En las tinieblas, en los abismos..."
"....Has alejado de mi, compañeros y amigos"...
Y, recitando el salmo, se quedó dormido.
Zabdí e Itamar, ese día regresaron tarde a casa.
Su padre dormía profundamente y no quisieron despertarle.
Apagaron la lámpara y cada uno enfrentó el desafío de dormir.
Dormir, para descansar de tantas impresiones y emociones que les había tocado vivir ese día sábado.
Al día siguiente, Zabdí e Itamar, al regresar de la pesca; contaron todo lo que escucharon y vieron hacer del profeta.
¡Padre! – comenzó Itamar.
¡Es un profeta! No es un charlatán
¡Sí!, Padre, incluso tiene poderes para expulsar a los espíritus inmundos. – agregó Zadbí.
¿Cómo?
¡Repítanme eso!
Ayer sábado - comenzó a relatar Itamar mas calmado - "entró en la sinagoga y se puso a enseñar"
Todos lo escuchaban en silencio.
¡Padre! – interrumpió Zabdí.
¡Deberías haber visto la cara de todos!
¡La cara de los escribas que allí estaban!
¿Estaban los escribas escuchándole? – preguntó el pescador paralítico.-
¡Sí! Padre, estaban todos sentados y movían la cabeza y nos miraban a nosotros por si hacíamos demostraciones a favor del profeta.
Yecutiel, comenzó a medir las consecuencias de lo que sus hijos le estaban contando.
Los escribas eran personas muy importantes, eran descendientes de la tribu de Leví.
Ellos habían tenido mucha importancia en la preparación de las tropas cuando el pueblo tenía que combatir.
Ocupaban la cátedra de Moisés junto a los fariseos y enseñaban las escrituras.
Eran los encargados del culto y estaban exentos del pago del impuesto (diezmo).
Ellos vivían y eran mantenidos junto a sus familias por todo el pueblo de Israel.
Eran muy importantes porque, cuando Moisés escribió la Ley, a ellos se la entregó para que la cuidaran y la enseñaran.
Importantes, porque ellos eran los que resolvían los casos de litigios y agresión. Ellos debían resolver la situación de un leproso ante el Templo y ante la sociedad.
Ellos eran los que debían levantar un acta cuando alguien tenía una enfermedad que le hacía impuro y, certificar que había sanado para presentarse en el templo y hacer una vida normal.
Yecutiel, pensaba en todo eso, en la historia y tradición de su pueblo.
¿Qué decían los escribas? – preguntó al darse cuenta de las ansiosas miradas de sus hijos.
¡Nada! ¡Nada! – dijo Itamar.
Era la gente la que hablaba. No eran ellos, porque se quedaron muy silenciosos.
Y ¿qué decía la gente? – preguntó el inválido.
Que él enseñaba con mucha más autoridad que los escribas – dijo Zabdí.
¡Sí, padre!
¡Eso decían! Que su voz era muy pausada y profunda y, que hablaba con mucha autoridad y conocimiento de las escrituras – agregó Itamar.
¿Cómo se llama ese profeta?
¡Jesús y viene de Nazaret! – respondieron al unísono los dos hermanos.-
¡De Nazaret! – dijo el inválido pescador –
¡Sí! ¡De Nazaret! - dijeron sus hijos al unísono.-.
Y, ¿cómo saben que viene de Nazaret? – preguntó Yecutiel.
¡Por el milagro que hizo! – respondió Zabdí – ¡por el milagro!
¿Un milagro? ¿Una señal? – preguntó Yecutiel, abriendo sus enormes ojos negros.
¡Sí! A la sinagoga llegó "un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar":
"¿Qué tienes tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?"
Ambos hermanos - con sus ojos muy brillantes, a causa de la aún no olvidada impresión y miedo – estaban ahora de pie.
¡Padre! El hombre daba unos tremendos gritos y se movía y daba saltos imposibles de hacer.
¡Sí! Todos se corrieron asustados, incluso nosotros, porque tiraba los cojines y los escaños con gran fuerza.
Parece que quería pegarle a ese Nazareno.
Hasta los escribas se asustaron y se escondieron detrás de su sede.
Y, ¿qué hizo ese Nazareno entonces? – preguntó intrigado y poco crédulo su padre, pensando que era fantasía de sus hijos.-
¡Nada! No se movió.
Parecía una estatua, mientras el hombre daba vueltas y se arrojaba al suelo.
Lo que vimos....¡Padre!.....¡Por favor! ¡Cambia ésa cara!
Lo que te estamos contando ¡es verdad! – dijo un poco dolido Itamar, al ver la cara de incredulidad de su padre.
¡Padre! – agregó Zabdí, ¡Es verdad!
Se produjo un silencio.
Esperaban la respuesta de su padre para continuar.
¡Debo creerles hijos! – dijo – ustedes tienen edad para saber cuándo algo es verdadero.
Padre, levantó su mano derecha y dijo con una voz que nos hizo temblar:
"¡Cállate y sal de él!"
¿Qué pasó? – preguntó intrigadísimo Yecutiel.-
El hombre se "agitó violentamente", dio un tremendo grito y el espíritu inmundo salió de él.
Todos estabamos paralizados por el miedo y por lo que vimos.
¡Todos! Hasta el más valiente, padre.
Enseña una nueva doctrina y tiene poder con su palabra.
Todos se fueron a sus casas hablando de lo sucedido.
Y, ustedes ¿qué hicieron?
¡Padre! – dijo Itamar un poco avergonzado – perdona nuestra curiosidad.-
Nosotros fuimos con los demás detrás de él.
Decían que iba a la casa de Pedro porque a su suegra de nuevo le había vuelto la fiebre.
¿Fueron ustedes detrás de él a la casa de Pedro y Andrés?
¡Sí! Padre.
Fuimos porque la curiosidad nos envolvió – respondió Itamar.
¡Claro! Pero no participamos del grupo que iba de camino a la casa de Pedro. Nosotros íbamos un poco más atrás – aclaró Zabdías para calmar la mirada de su padre.
Nosotros no entramos – prosiguió Zabdías – nos quedamos fuera.
Nos contaron que la tocó y que la fiebre desapareció.
Nosotros no vimos nada como para decir que eso fue verdad.
La gente – agregó Itamar – salió contando eso.
Y, que ella misma le había servido de comer a ese Jesús de Nazaret.
Para Yecutiel - tanto alboroto en la tranquila ciudad de Cafarnaún que solo tenía importancia y movimiento a causa de los barcos que de tarde en tarde pasaban por allí – todo lo que sus hijos le habían contado acerca de ese Jesús de Nazaret, le había servido para olvidar sus penas y aflicciones que le causaba la parálisis a causa del golpe en su espalda.
Era un buen motivo para distraer su mente y hacer volar su fantasía. Se imaginaba los rostros de la gente de Cafarnaún y de toda Galilea. Gente sencilla y muy dada para creer en cosas extrañas.
De mañana y de improviso, sintió la voz de Andrés que anunciaba su entrada en la casa.
Yecutiel, se alegró. Siempre venía a saludarle y sabía que escucharía de su boca todo lo que sus hijos le habían contado.
Ingresó Andrés junto a otros vecinos a su reducido dormitorio y luego de saludarle le dijo:
¡Yecutiel! ¡Yecutiel!
¡Ha llegado tu hora!
¡El maestro está aquí!
¡Déjate llevar en la camilla que traemos y podrás volver a caminar!
¿Qué dices querido Andrés? – preguntó atónito Yecutiel
¿Qué dices?
¡El Maestro está nuevamente en la ciudad!
¡Está en casa de Ajihud!
¡Vamos! Déjate llevar por estos cuatro hombres para que te vea y puedas quedar sano.
¡Estás demente! Andrés ¿qué cosas has visto y escuchado? – dijo incrédulo y temeroso Yecutiel.
¡Mis hijos no están conmigo!
¡Qué importa! – dijo muy seguro y convincente Andrés.-
¿Qué pierdes, tú, con dejarte llevar?
¡Dime! ¿Qué pierdes?
Yecutiel, guardó silencio. Nada perdía.
Le daba miedo exponerse al ridículo.
Temía ser visto en ese estado de invalidez y de parálisis.
¿Qué dirán de mí? – pensaba.-
¡Hombre de mar! – dijo en voz alta y potente Andrés.
Nunca tuviste miedo al viento y a las grandes olas. ¡ Nunca!
¿Ahora temes a las miradas de la gente?
Tu postración, ¿Te volvió cobarde?
¡No! – dijo Yecutiel, tratando de defenderse ante tal acusación.
A ellos no les tengo miedo, solo que yo....
No alcanzó a concluir su frase.
Andrés les dijo a los cuatro que le acompañaban:
¡Tómenlo y cúbranlo bien!
¡Con cuidado!.
¡Póngalo sobre la camilla!
Yecutiel, estaba indefenso.
No podía moverse.
Se vio entregado a su suerte.
La luz del sol hirió sus ojos cuando los cuatro vecinos le sacaron de la casa en dirección a la casa de Ajihud.
Respiró tranquilo.
No había gente en las calles.
Cuando se acercaron a la casa de Ajihud, Yecutiel suspiró un poco aliviado.
Tuvo la gran esperanza que, como había tanta gente agolpada en la puerta de la casa, ninguno de ellos se haría a un lado para dejarle entrar.
Eso pensó Yecutiel.
No sería expuesto a las miradas de sus vecinos ni de los forasteros y curiosos.
Sus cuatro vecinos lo dejaron en el suelo y fueron hacia la entrada de la casa.
Conversaron con los que se apretaban por entrar y volvieron.
A medio camino, se detuvieron y comenzaron a mirar hacia arriba. Hacia el techo de la casa.
Dos, se apartaron y dos regresaron junto a él sin decir palabra alguna.
No lo podía creer.
Los dos que habían marchado, habían regresado y estaban subiendo sobre el techo de la casa con unos palos y cuerdas.
Los dos que estaban con él, tomando la camilla, lo pusieron de espalda a la casa para que no observara como los dos vecinos abrían un agujero por el techo de la casa de Ajihud, para introducirlo por allí.
Fue cosa de minutos. El techo, hecho de barro y de unas delgadas maderas, había cedido ante la premura para que el pescador paralítico fuera visto y sanado por Jesús.
Lo tomaron, amarraron con cuerdas la camilla y lo subieron hasta el techo para - luego con cuidado y ante el asombro de quienes estaban al interior de la casa - bajarlo en medio de la concurrencia que escuchaba las enseñanzas de Jesús.
Ajihud consintió todo, pues Andrés le había puesto sobre aviso. También, al parecer lo supo Jesús.
Entre el polvo que produjo su descenso, Yecutiel pudo ver primero, las cabezas de los presentes, luego los ojos de ellos – a medida que era descendido – y, sus miradas puestas sobre él.
A medida que lo bajaban, pudo ver sus vestimentas.
Pudo observar que también había algunos escribas sentados.
Cuando la camilla descansó sobre el suelo, mirándoles hacia arriba, pudo ver sus pies, las sandalias de algunos.
Sintió las miradas de los escribas.
Eran miradas de asombro, miradas que desaprobaban su presencia allí.
Los conocía a casi todos.
Eran rostros familiares.
Rostros surcados por el viento del mar y por el sol de los campos, trigales y viñedos.
Un rostro, cubierto de una barba y cabello suelto, de nariz un poco pronunciada y de ojos negros, intensamente negros y penetrantes que le miraban de un modo especial, le hizo sentir un escalofrío y hacer latir su corazón de un modo violento.
¡Era Jesús!
¡Era el nazareno!
Temblaba.
¡Imposible! Pero sentía todo su cuerpo temblar.
Su voz, rompió el silencio que se había producido después de todo el alboroto y comentarios que sintió, cuando le descendían por el techo y era posado sobre el piso de la casa.
"¡Hijo, tus pecados te son perdonados!"
¿Mis pecados? ¿Mis pecados?
¿Por qué mis pecados? – se decía Yecutiel en su corazón, sin poder pronunciar palabra alguna.
Sintió un calor muy intenso en todo su cuerpo.
Trató de mover los dedos de los pies y nada sucedía.
Sus manos y, no respondían.
Vio como Jesús, de improviso giró sobre sus talones y comenzó a hablar con los escribas que estaban sentados y algo habían murmurado entre sí.
"¿Por qué piensan eso en vuestros corazones?"
"¿Qué es más fácil decir al paralítico:"
"Tus pecados te son perdonados o decirle:"
"Levántate, toma tu camilla y camina alrededor de ella?"
Se produjo una discusión entre los escribas y, de fondo el murmullo de los comentarios de los muchos que habían logrado entrar a la casa de Ajihud.
Volvió a sentir su voz:
"Pues, para que sepan que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados-
Sintió la mirada profunda, misteriosa, poderosa de Jesús sobre él:
Sintió en su corazón que Andrés tenía razón, que sus hijos le habían contado la verdad.
"¡A ti te digo!"
Le hablaba a él, sentía el poder de su mirada.
Su voz sonó más fuerte que el trueno.
"A ti te digo:"
"¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!".
¡Ahora sí!
Sintió los dedos de sus pies.
Sus piernas
Su espalda sobre la camilla.
Sintió sus brazos y pudo mover los dedos de sus manos.
¡Ahora sí!
Lloraba.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Quería gritar, decir: ¡siento mi cuerpo!.
No podía.
De su boca no podía salir palabra alguna a causa de la emoción.
Torpe, en un comienzo, torpe.
Así comenzó a incorporarse sobre sus codos y fue ayudado por sus cuatro vecinos que los tenía a su lado.
Había silencio.
Todos miraban en silencio.
Después le contaron las caras que habían puesto los vecinos y los escribas al verle moverse en su camilla.
Todos los que estaban allí sabían que estaba paralizado desde hacía doce años.
Todos sabían la causa.
Nadie podía poner en duda lo que estaban viendo.
Ël tampoco.
Sabía que, lo que estaba sucediendo era real.
Le costó mucho poner en movimiento su robusto cuerpo que, a causa de su larga estadía en cama se había debilitado y sus músculos atrofiado.
Pudo sentarse en la camilla.
Todo comenzó a moverse, se sentía tremendamente mareado.
Recordó su primera salida a pescar junto a su padre cuando apenas tenía 7 años. Recordó lo que sufrió a causa del mareo.
Era la misma sensación.
Todo daba vueltas en su cabeza.
Giraba el rostro de Jesús, el de los escribas con su boca abierta y sus ojos y ceños fruncidos.
Daban vuelta los rostros de los que estaban allí con sus ojos muy abiertos.
Los rostros de quienes tenían sus manos puestas sobre la boca como ahogando un grito de euforia.
Todo giraba.
Poco a poco los rostros y cuerpos se fueron deteniendo y pudo ponerse de rodillas.
No sentía dolor en la espalda. Había desaparecido.
Bajó sus pies de la camilla y, ayudado ahora por Pedro y Andrés, se incorporó totalmente.
Su cabeza, la pudieron ver los que estaban apretándose en la puerta para ver lo que estaba pasando, era de gran estatura.
Allí lo pudo comprobar nuevamente.
Era alto en comparación con sus hermanos de raza.
Era alto y
¡Estaba de pie!
Pedro, que había tomado la camilla, se la pasó.
Se acercó a su oído y le dijo:
¡Vete! Como te dijo el Maestro.
Sin dejar de mirar a Jesús, tomó su camilla y se abrió paso entre los muchos que allí estaban mirando.
Solo cuando atravesó la puerta de entrada, comenzó a escuchar:
"¡Jamás vimos cosa parecida!".
Como un borracho.
Como un borracho cubrió la distancia que había entre la casa de Ajihud y la suya.
Sus hijos, que habían sido avisados que, a su padre le habían sacado en camilla de la casa y que fue llevado a la casa de Ajihud donde estaba Jesús, desembarcaron y dejaron todo botado en la orilla del mar para imponerse de los acontecimientos y ver a su padre.
Ellos corrían, subiendo un pequeño cerro cuando lo vieron.
Instintivamente pararon y tratando de hacer un esfuerzo con sus ojos para no equivocarse gritaron:
¡Padre! ¡Padre!
Los corazones de esos tres hombres no cabían dentro de sus cajas toráxicas.
Los tres se estrecharon en un apretado abrazo y sollozos que, hasta los hombres más rudos se vieron afectados por la emoción del momento.
Yecutiel, después de un tiempo, volvió a su profesión en forma normal.
El sólo.
Sólo, porque sus hijos Zabdías e Itamar lo dejaron todo y se hicieron pescadores de hombres al igual que Pedro y Andrés y, los hijos de Zebedeo y muchos más que escucharon su llamado.
CURACIÓN DE UN PARALÍTICO
Días después, entró de nuevo en Cafarnaún y corrió la voz de que estaba en casa.
Se agolparon tantos que ni siquiera en la puerta había ya sitio. Jesús predicaba la Palabra. Y le vienen a traer un paralítico llevado entre cuatro.
Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo, encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.
Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico:
"Hijo, tus pecados te son perdonados".
Estaban allí sentados unos escribas que pensaban en sus corazones: "¿Pero qué habla éste?.
Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?".
Más, Jesús, al instante, dándose cuenta en su espíritu de lo que ellos pensaban en su interior, les dice:
"¿Por qué pensáis así en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados o decirle: Levántate, toma tu camilla y camina alrededor?"
Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados – dice al paralítico-:
"A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
Se puso en pie y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que se pasmaron todos y dieron Gloria a Dios diciendo:
"Jamás vimos cosa parecida".
Evangelio según San Marcos 2,1-12
miércoles, 12 de septiembre de 2007
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