miércoles, 12 de septiembre de 2007

LÁZARO

Nueve meses habían transcurrido desde que volvió nuevamente a la vida.
Nueve meses de inciertos, presiones, miedos y de vida clandestina.
¿Por qué quiso, Él, que su vida se prolongara?
¿Cuál fue la ganancia para él?
Antes caminaba por toda la ciudad en forma libre y despreocupada, no tenía que dar explicaciones ni – como ahora – andar escondiéndose.
Lázaro estaba sentado en su pieza, recitando y orando con los salmos para sobrellevar esos momentos tan críticos de su vida.
Conoció a Jesús por medio de sus hermanas Marta y María que lo invitaron a comer a su casa.
Aún recuerda y no olvida la calidez y delicadeza con que les trató.
Jesús era todo un personaje.
Muchos querían estar junto a él, escucharle, pedir que sanara a un familiar enfermo, que le solucionara un problema.
Todos le seguían, le buscaban y amaban. Además, otros deseaban verle muerto, silenciar su voz llena de autoridad.
El primer día que fue a su casa - que era muy amplia - se hizo pequeña por la cantidad de gente que se reunió en el patio para escuchar y mirar lo que Jesús decía o hacía.
En la segunda oportunidad se alojó en casa por la noche.
Recuerda lo cansado que estaba.
Sus pies los tenía hinchados por las largas caminatas y su rostro – que denunciaba la presión y las pocas horas de descanso - estaba más delgado.
Su mirada, profunda y serena no había perdido la paz pero, sus ojos oscuros estaban sobre dos ojeras que señalaban la fatiga, la falta de sueño, el acoso de la gente.
Había estado en la ciudad de Jerusalén donde tuvo una serie de discusiones con los fariseos, los saduceos y herodianos que le habían formulado preguntas capciosas, llenas de mala intención para poder acusarle y decir que estaba enseñando una doctrina fuera de la Ley y así tener argumentos para condenarle.
Recordaba que sus hermanas no podían entender, cómo los fariseos se habían puesto de acuerdo con los herodianos - porque entre ellos no se podían ver ni reconciliar - para preguntarle si era lícito o no pagarle el impuesto al César. (1)
Cerrando los ojos, traía al presente las risas y admiración de sus hermanas por el Maestro y por la respuesta que Él les había dado.
Era una situación muy difícil pues, si Jesús encontraba la razón a los herodianos, es decir; si decía que se debía pagar el impuesto al César, significaba que lo reconocía como dios contraviniendo toda la Ley de Moisés y la voluntad de Dios en su mandamiento "Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu ser..." o lo que Dios había manifestado a través de los patriarcas y profetas "Yo soy tu único Dios, no tendrás otro Dios fuera de mí"; sería condenado y declarado reo de muerte.

(1) Evangelio San Marcos 12, 13 – 17

Si encontraba la razón a los fariseos, estaría en franca oposición con el sistema político romano y sería acusado de estar en contra del César y sus dictámenes, de no reconocer su autoridad, acusado de ser un instigador en contra del César y su imperio.
Recuerda cómo sus hermanas reían y repetían una y otra vez la respuesta de Jesús, a la que le habían puesto una melodía muy antigua que hacía burla de los enemigos del pueblo de Israel "Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".
En su memoria visual y auditiva, aún tenía las miradas, comentarios y risas de sus hermanas, cuando comentaban la pregunta que hicieron los saduceos sobre la resurrección.
Condenaban la mala intención que tuvieron para reunirse y ponerse de acuerdo en una pregunta y, lo más difícil de creer era – para ellas – imaginárselos conversando y preguntando sobre la resurrección de los muertos, pues los saduceos atacaban y ridiculizaban a los fariseos que en sus cátedras enseñaban la resurrección de los muertos, cosa imposible de aceptar por la secta sadusaica. (2)
(2) Marcos 12, 18
Sus hermanas comentaban y seguían admirándose por la hipocresía y cinismo de esos hombres cuando comenzaron diciéndole "Maestro", cuando ellos andaban gritando en las sinagogas y en el Sanedrín que Jesús era un mentiroso, que no venía de parte de Dios porque transgredía el sábado.
Recordaba y se imaginaba a Jesús escuchando y mirando a esos hombres que le reconocían en forma hipócrita como Maestro y que, además, reconocían que sus palabras eran ciertas y que enseñaba con la verdad.
El caso que tuvo que resolver, era que un hombre se había casado y enviudado siete veces y, que las seis nuevas nupcias las tuvo con las hermanas menores de su primera esposa. Después que ellos expusieron el caso le preguntaron diciéndole "sabemos que existe la resurrección de los muertos" ¿con cuál de las esposas se quedará el hombre en día de la resurrección?
Al recordar ese episodio de la vida de Jesús, un escalofrío recorrió su encorvada espalda.



Nueve meses atrás, él había muerto y había sido depositado en la sepultura familiar.
Sus manos, al evocar ese momento tan extraño de su vida, comenzaron a temblar.
El temblor no lo podía controlar.
Recordaba los días previos a su muerte, como algo que había sucedido horas antes.
Estaba postrado en cama con alta temperatura más de cinco días.
Sus labios los tenía rotos por la sequedad de su cuerpo a causa de la fiebre.

Sus hermanas - las recordaba - lloraban y a cada momento salían a la puerta de la casa para ver si Jesús venía, pues le habían mandado a llamar para que sanara a su hermano a quien Él tanto quería.
Recordaba haber visto en visiones a sus ancianos padres, haber recordado su iniciación en la sinagoga a los catorce años y que ese día memorable, haber tenido que leer el rollo del libro del profeta Amós.
Que su madre, miraba desde el lugar asignado a las mujeres dentro de la sinagoga y que su padre estaba sentado en la segunda fila observándole con orgullo.
Sin saber cómo ni cuándo se quedó dormido y entró en el reposo del Señor, en el Sabbat.
Del resto del ajetreo; llantos, comentarios de su persona y la desilusión de sus hermanas por la tardía llegada de Jesús, más todos los preparativos que son tradicionales que se realizan en los días previos a la sepultación, él nada supo.
Simplemente había muerto a causa de la elevada y prolongada fiebre.
Se paró de su asiento como queriendo luchar con el recuerdo.
No quería recordar lo sucedido y cada vez que lo hacía le daba miedo.
Estaba oscuro, muy oscuro.
Estaba en la oscuridad más absoluta.
El no lo sabía.
¡Lázaro! ¡Sal fuera!
Entre sueños escuchó que le llamaban.
Abrió sus ojos y solo pudo observar oscuridad. Algo le impedía ver bien.
¡Lázaro! ¡Sal fuera! Volvió a escuchar que le llamaban pero ahora la voz era más clara y la podía escuchar bien.
Era una lucha contra una tremenda pesadez, contra una fuerza natural que le impedía mover los brazos,las piernas, mover la cabeza y levantarse del lugar donde estaba.
Su nombre seguía sonando y rebotaba dentro de la pieza donde él se encontraba.
¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Sal fuera!
Era la voz del Maestro, la voz de Jesús.
¡Sal fuera! ¡Sal fuera! – Seguían rebotando las palabras de Jesús dentro del lugar donde estaba.
Quiso sacarse el género que le impedía ver bien donde estaba.
Todo su cuerpo estaba duro, tieso.
No podía mover los dedos de sus manos.
Con esfuerzo consiguió voltear un poco su cuerpo.
De pronto unas voces y un ruido sordo y pesado, le hizo tomar conciencia en forma muy velada de lo que pasaba con él.
Afuera, por orden de Jesús, los vecinos y amigos de Lázaro estaban moviendo la piedra que sellaba la sepultura donde él estaba sepultado ya cuatro días.
Sentía un olor muy desagradable y que provenía de su propio cuerpo.
Estaba hediondo, hedía muy desagradable
¡Sal fuera! ¡Sal fuera!

Era tan poderosa la voz, que pudo vencer el estado de inmovilidad y, con gran dificultad, comenzar a dar unos pasos hacia el origen del llamado que reconocía como la voz de Jesús.
Veía absolutamente nada. Caminó en dirección de la voz de Jesús.
No sabía ni tenía conciencia de lo que estaba pasando.
Era como un sueño.
Eso se imaginaba. Un sueño o una pesadilla.
Mientras tanto, en el exterior, estaba Marta y María las hermanas de Lázaro, sus amigos y vecinos, la gente que seguía a Jesús por todas partes, más los curiosos, los inofensivos curiosos.
Jesús, que había llorado profusamente la muerte de su amigo provocando comentarios de quienes le vieron llorar, se mantenía inmóvil frente al acceso de la sepultura.
Nadie se atrevía a acercarse a Él por la expectación que se había apoderado de todos.
Los fariseos, estaban a unos cuantos metros del grupo más numeroso de gente y murmuraban entre sí.
Desde el momento en que la loza fue separada de la entrada de la tumba, donde había sido puesto el cuerpo inerte de Lázaro, en cada uno de los que estaban allí se había producido algo muy extraño.
Marta y María estaban abrazadas y miraban a Jesús porque, los minutos que pasaban parecían eternos.
Se había producido una suerte de histeria colectiva pues, a cada momento uno exclamaba apuntando con el dedo hacia la cavidad de la sepultura:
¡Allí está! - produciendo un gran alboroto entre los asistentes.
De pronto, los rostros de todos los que estaban allí, quedaron pasmados por la visión que tenían ante sí.
Por el umbral de la sepultura vieron cómo Lázaro hacía su aparición "atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro con un sudario".
María se desmayó de la impresión y tuvo que ser asistida por su hermana Marta - que apenas podía sostenerse en pie a causa de lo que estaba viendo – y por tres discípulos de Jesús que estaban cerca de ellas.
Nadie decía palabra alguna.
Los fariseos frotaban sus largas barbas en señal de estupor y temor por las consecuencias del hecho en sí.
Ese hombre tenía poderes que sobrepasaban los conocimientos de la Ley y de toda actividad religiosa.
Decían mirándose con cara de preocupación:
¡Esto sí que es algo portentoso!
¡Jamás vi cosa parecida! – exclamó un levita bajo y delgado. ¡Jamás!
¡Silencio! ¡Calla! – dijo el fariseo de más edad. ¡No te dejes impresionar y que no te escuchen los demás!
¿Cómo callar esto? – le preguntó otro que no podía contener la emoción porque era amigo de Lázaro - ¿Cómo?
¡Callar esto sería mentir e ir en contra de la Ley!
No! – le reconvino el fariseo –
¡Callar! Es ¡Callar! Y no es mentir, es simplemente callar.
¡Eso tienes que hacer! ¡Callar!
La voz de Jesús les hizo volver la atención a lo que sucedía con Lázaro.
"¡Desátenlo y déjenlo andar!"
Los observadores religiosos se volvieron a la ciudad con una tremenda preocupación por la popularidad de Jesús que iba en aumento.
No sabía dónde estaba ni qué había pasado, ni por qué se encontraba en ese estado con todo su cuerpo vendado y un sudario en su rostro.
Su mirada estaba perdida, parecía un demente.
Miraba con la sensación de conocer a nadie.
Las voces las escuchaba muy lejanas. No alcanzaba a darse cuenta de los gritos de júbilo, de las risas, cantos y alabanzas a Dios porque él había resucitado.
Sentía murmullos lejanos y los rostros y figuras humanas las veía en forma muy distorsionada.
Se dejaba - no tenía fuerzas ni voluntad - quitar las vendas de todo su cuerpo.
No pudo apreciar los gestos de las personas que hacían esa imperante pero desagradable labor.
No se dio cuenta que trataban de cubrir sus fosas nasales para impedir el olor a descomposición que les revolvía el estómago, olor que rápidamente dejó de salir del cuerpo de Lázaro.
Sus vecinos y hermanas sentían temor, un inmenso temor al realizar la orden de Jesús ¡Desátenlo y déjenlo andar!.
Les asustaba su mirada y sus ojos que, los tenía fijos y más grandes de lo normal.
A ninguno de los presentes dejaba indiferente el estar frente de una persona que, sabían había muerto y que había estado cuatro días sepultado.
A ninguno, a nadie.
Y, quienes estaban allí sufrían el choque ante esa realidad.
Habían visto con sus propios ojos a un hombre muerto que había salido de su tumba por sus propios medios y, a Jesús que, antes de hacer una oración y decir gracias a su Padre por escucharle siempre, había llorado y llamado a Lázaro con una voz poderosa, con voz gruesa como un trueno, para que saliera.
No sabían qué les había impactado más: si el ver a un muerto resucitar o a un Jesús gritar con una voz autoritaria y poderosa
Marta miraba y miraba a su hermano, confirmando las palabras que había dicho a Jesús cuando Él le preguntó si creía en la resurrección de los muertos.
Estaba arrepentida de todo lo que le dijo.
Arrepentida de haber culpado a Jesús que su hermano hubiese muerto porque no había llegado a tiempo.
Poco a poco las voces fueron más audibles para Lázaro y los rostros fueron tomando colorido, profundidad y forma.
Fue todo un proceso que tomó más de media hora en consolidarse.
Fueron los rostros y formas de sus dos hermanas las primeras en reconocer.
¡Marta! ¡María! – susurró en voz baja.-
¡Hermano! ¡Vives! ¡Estás de nuevo junto a nosotras! – dijeron casi al unísono ambas mujeres fuera de sí.
¡Habías muerto! ¿Recuerdas? – decía y preguntaba en forma incoherente Marta.
¿Muerto? – repitió Lázaro.-
¿Muerto yo? ¿Cuándo? – dijo mirando a sus hermanas que no dejaban de pasar sus manos por el rostro y cabello desordenado de su hermano.
¡Lázaro! ¡Lázaro! – le llamó Jesús y , acercándose a él le abrazó dándole un beso en la mejilla.
Solo allí Lázaro pareció despertar del todo.
¡Lázaro! ¡Yo Soy! – Dijo Jesús fijando sus ojos en la perdida mirada de su amigo.
¡Maestro! ¡Señor! – Respondió Lázaro y sintió cómo sus piernas débiles recobraban sus fuerzas y su corazón palpitaba con mayor intensidad y fuerza.

Todo lo que sucedió después, le hacía sentir como una persona fuera de lo común, alguien muy importante y, esa realidad le había costado muchas incomodidades e interrogatorios ante el sanedrín y el consejo de los ancianos porque ellos querían matarle para que la gente no siguiera hablando de Jesús..
De todas partes venían a verle, querían saber de sus propios labios lo que había sucedido.
Le incomodaba sobremanera tener que dar una y otra vez explicaciones de su vida, de su enfermedad y de todo lo acontecido con él.
Del simple anonimato, su nombre se había convertido en popular, conocido, famoso. Era una gran noticia.
¡Lázaro! ¡El resucitado! – le saludaba la gente.
¡Farsante! ¡Impostor! – le gritaban otros.
No eran pocos los que habían tomado cierta distancia de él a causa de los comentarios que habían realizado los fariseos y sobretodo los saduceos que trataban de sacar partido de la situación.
¡Eres un endemoniado! – le gritaban los más fanáticos del partido de los fariseos.
Algunos romanos, movidos por la curiosidad también le habían visitado.
Los centuriones querían saber más al respecto, tenían curiosidad del nombre del dios que le había resucitado para incorporarlo en su largo listado de dioses ante los cuales, ellos, buscaban protección y amparo en sus campañas bélicas.
Todo ese ajetreo había pasado.
Ahora estaba solo y con muchas imágenes en su memoria.
Recordaba el día cuando Jesús fue llevado al tribunal, cuando ante todo el pueblo fue humillado.
Recordaba cómo el pueblo prefirió a Barrabás en vez de salvar la vida de Jesús.
Aún le dolía y costaba comprender cómo el pueblo contagiado por el espectáculo y empujado por los más fanáticos había reconocido públicamente al César como su propio dios.
Se tomaba su sombrío y delgado rostro con sus dos manos temblorosas.
Le dolían las palabras de la muchedumbre ciega.
Le dolía el recuerdo de los golpes del martillo sobre los clavos.
Le dolía el silencio de Jesús cuando era traspasado.


Tenía un nudo en el estómago.
Sentía un calor muy fuerte bajo sus costillas.
Se sabía enfermo y no quería hacer nada por revertir su enfermedad.
Estaba entregado a su suerte y desilusionado por todo lo sucedido.
Habían pasado dos días del día del juicio y de la muerte de Jesús.
No podía controlar las lágrimas que, se deslizaban por los surcos de su piel reseca y gastada.
Aún sonaban en sus oídos las palabras de Jesús en la cruz:
¡Elí, Elí! ¿Lemá sabactaní?
Sus oídos eran eco del fuerte grito que lanzó Jesús antes de morir.
Recordaba con temor, cómo el cielo se oscureció y la tierra tembló.
Después las miradas de la muchedumbre sobre él.
Cómo se acercaban a preguntarle de qué modo Jesús había perdido los poderes para resucitarse a sí mismo.
Volvió a ser el centro de las preguntas y de las burlas de la gente que estaba muy extraña.
No se daban cuenta de lo que había pasado.
Todos estaban asustados por el cambio del color del cielo y por el gran temblor que sucedió después que Jesús había muerto.
Recuerda que había quedado solo, a unos doscientos metros del lugar de la crucifixión de Jesús y, cómo unas mujeres – entre ellas sus hermanas – se hacían cargo del cuerpo de Jesús para prepararle y darle sepultura.


Nunca había celebrado una fiesta de pascua tan solo y triste.
En casa, se habían logrado preparar unos panes ázimos y nada más.
Faltaban sus hermanas para la celebración de la pascua.
Primera vez en su vida que no tenía ánimo para ello.
Atardecía y, levantando su perdida mirada comenzó a recitar unos salmos para dar gracias a Dios por paso del Mar Rojo y la liberación de las manos del Faraón.
A su mente acudían a gran velocidad los recuerdos de su infancia.
Cómo celebraban en familia la pascua, el rostro de sus padres y el baile familiar.
Recordaba que, cuando pequeño, le costaba entender por qué tenían que comer tan rápido y pan sin levadura.
Recordaba las lecciones de su padre, que le contaba los portentos, la fuerza y el poder de Dios para con sus antepasados.
Se fue a su pieza y se recostó en su cama sin cambiarse la ropa y se abrigó con la túnica, esperando la llegada de sus hermanas.
Fue en la madrugada del día tercero cuando despertó sobresaltado por la llegada intempestiva de sus dos hermanas.
¡Lázaro! – decían en forma atropellada.
¡Hermano!
¡Ha resucitado! – Gritaban con sus ojos desorbitados por la ansiedad y por la distancia que cubrieron desde Jerusalén hasta la casa.
¡Ha resucitado!
¡Resucitó! – le decían tomándole por los hombros.
¡Sí! – dijo Marta.
¡Cumplió con la promesa!
¡Era cierto lo que me dijo cuando llegó a casa y tú estabas muerto! – agregó fuera de sí Marta y con su corazón muy agitado.
¡Me dijo que Él era la Resurrección y la Vida! – confesó con sus manos entrelazados a la altura de su rostro.
¡Hermano!
¡El Maestro no está en el sepulcro!
Lázaro, las escuchaba con atención y sentía que su corazón se agitaba y quería salir por su garganta
¿Cómo lo saben? – preguntó aún medio trastocado.-
¿Quién les dijo eso?
¡Cuidado con las ilusiones!
¡Cuidado! – les dijo moviendo su dedo índice de la mano derecha en señal de advertencia.
¡No! ¡No son ilusiones! – dijo Marta con mucha vehemencia.-
¡Se les apareció a las hermanas que iban a ungirlo!
¡Sí! – intervino María – y les ordenó que fueran a contárselo a Pedro y los demás.
Pero – insistió dubitativo Lázaro –
¡Ustedes! ¿Cómo lo saben?
¡Por una de las hermanas y por los soldados!
¿Por los soldados? – Volvió a preguntar Lázaro aún más incrédulo.-
Y, ¿qué tienen que ver los soldados en todo esto?
¡Eran los de la guardia de Pilato!
¡Ellos lo comentaron muy asustados porque temen por sus vidas! – dijo más calmada María.
Lázaro se incorporó sobre sus codos y tuvo que volver a la posición inicial en la cama porque un profundo dolor le hizo palidecer.
Era su estómago que hervía y le revolvía sus entrañas.
Todo comenzó a dar vueltas en su cabeza, sintió fuertes dolores y un ahogo que le hizo entrar en un profundo sueño.

Cuando despertó, se encontró en medio de muchas personas que él había conocido en su niñez.
Había muchos conocidos suyos mirando hacia el oriente de la ciudad.
El dolor de su estómago había desaparecido.
No sentía ningún escozor en su vientre.
No lograba comprender la situación.
Muchos se acercaban para saludarle pero mantenían cierta distancia.
Entre los muchos que estaban allí reunidos, creyó ver las siluetas de sus padres.
Se acercó en forma cautelosa hacia ellos y no pudo contener una alegría que jamás había sentido en su vida.
¡Eran sus padres!
¡Allí estaban muy juntos y con sus rostros muy resplandecientes!
¿Cómo?
¡Si ellos murieron hace más de veinte años!
La felicidad embotó su conciencia y raciocinio.
Ellos se percataron de la presencia de su hijo.
Cinco metros los separaban.
Se confundieron en un solo abrazo y no hubo tiempo para preguntas y manifestaciones de ese extraño encuentro.
Fueron envueltos por una luz muy intensa.
Escucharon "en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía":

"¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios".



RESURRECCION DE LAZARO


Cierto hombre llamado Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta, estaba enfermo. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, aquél a quien tú quieres, está enfermo". Al oírlo Jesús dijo: "Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo del Hombre sea glorificado por ella".
Jesús amaba a Marta a su hermana y a Lázaro.
Enterado de la enfermedad permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Les dicen sus discípulos: "Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿ y vuelves allí?. Jesús respondió:
¿No son doce las horas del día?. Si uno anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo, pero si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz"
Dijo esto y añadió: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarle".
Le dijeron sus discípulos: "Señor, si duerme se curará". Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que . Pero vayamos donde él". Entonces Tomás el mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos nosotros también a morir con él"
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Distaba Betania de Jerusalén algunos kilómetros. Habían venido muchos judíos a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: "Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano. Pero aun yo se que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Le dice Jesús: "Tu hermano resucitará"
Ya sé, le respondió Marta, que resucitará el último día, en la resurrección".
Jesús le respondió:
"Yo soy la resurrección y la vida".
"El que crea en mí aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás"
¿Crees esto?
Le dice ella:
"Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo".
Dicho esto fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído:
"El Maestro está ahí y te llama".
Al oírlo ella, se levantó rápidamente y fue donde él. Pues todavía Jesús no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado.
Los judíos que estaban con María en casa consolándola, la ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba el sepulcro para llorar allí.
Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo:
"Señor, si hubieses estado aquí mi hermano no habría muerto".
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo:
"¿Dónde lo habéis puesto?".
Le responden: "Señor, ven y lo verás"
Jesús se echó a llorar.
Los judíos decían entonces:
"Miren cómo le quería"
Pero algunos de ellos dijeron:
"Este, que abrió los ojos del ciego ¿no podía haber hecho que ese hombre no muriera?
Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro que era una cueva con una piedra encima.
Dice Jesús: " ¡quiten la piedra!"
Le responde Marta: "Señor, ya huele, es el cuarto día"
Le dice Jesús: "¿No te he dicho, si crees, verás la gloria de Dios?.
Quitaron la piedra.
Entonces Jesús levantó los ojos y dijo:
"Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que, tú, siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has enviado."
Dicho esto gritó con fuerte voz:
"¡Lázaro, sal fuera!"
Y, salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario.
Jesús les dice:
"¡Desátenlo y déjenlo andar!"


Evangelio según San Juan 11, 1 - 44

YECUTIEL

Yecutiel
Yecutiel, era un pescador que había logrado prosperar mucho.
Cuando tenía treinta años, miraba con orgullo sus cuatro barcas con las que recorría y surcaba las aguas del generoso mar de Galilea.
Había nacido en Cafarnaún, una ciudad situada a la orilla del mar, al norte de la tierra de Palestina.
Ahora tiene cuarenta y dos años y lleva doce años postrado en su cama.
En una mala maniobra – a causa del mar muy agitado - sufrió un golpe en la espalda de un grueso madero, que se había desprendido de la vela mayor de la barca que dirigía. Con el tiempo sufrió una parálisis que lo terminó por derrumbar.
Yecutiel, era un hombre fuerte, tosco, rudo, de pocas palabras, reservado y orgulloso. No le gustaba que le vieran en esa situación.
Con su casi metro y ochenta de estatura, más su recia contextura, para cualquier hombre que había gozado de una buena salud, le costaba aparecer ante los demás como alguien indefenso, origen de lástima.
En su lecho, se conformaba al saber que a sus hijos les iba bien en la pesca.
Sus dos hijos Zabdí e Itamar eran buenos pescadores y buenos administradores de las ganancias de su trabajo.
De vez en cuando Andrés - otro pescador - le visitaba para confortarle con unas buenas anécdotas y para ponerlo al tanto de las novedades de la caleta y de la ciudad.
El hermano de Andrés no iba con frecuencia pues, ambos – Yecutiel y Pedro – habían tenido unas rencillas en su tiempo de juventud.
A quien más le costaba superar la situación era a Pedro, porque era de un carácter muy impulsivo y belicoso. El siempre tenía la razón. Cada vez que defendía alguna idea, todos los pescadores se enteraban, a causa de su potente voz.
Yecutiel le tenía gran aprecio pues, fue Pedro quien le prestó auxilio cuando la vela mayor de su barca se partió en dos a causa del fuerte viento.
Siempre recuerda lo que Pedro dijo cuando le auxilió:
"Lo hago porque soy hombre de mar y nada más".
Le tenía aprecio porque en el fondo, ese hombre que parecía una piedra, tenía un generoso corazón.
Su hermano Andrés siempre decía de él:
Es muy testarudo, peleador, soberbio de su fuerza física, de cabeza dura para entender razones pero, es un buen hombre.
Cuidaba a su suegra que sufría mucho a causa de una enfermedad extraña. Ella podía estar un mes en buen estado de salud y, de improviso sufría de altísimas temperaturas y dolores de cabeza.
Para Yecutiel, la vida había tenido un giro muy especial.
Sus hijos le habían dado una noticia que, tardó en lograr entender.
¡Padre!, ¡Padre! – dijeron ellos llamándole con gran euforia e ingresando en forma atropellada por la angosta puerta de la casa.
¿Qué pasa? ¿Qué sucedió?
¡Un profeta! – explicaba muy atolondrado Zabdí.
¡Un profeta!
¿Un profeta? – preguntó sin entender nada a sus hijos que - con sus rostros sudorosos y, agitados corazones a causa de la impresión y de la carrera que habían realizado, desde la orilla del mar hasta su casa paterna – le miraban con unos ojos desorbitados.
¡Padre! Deja que expliquemos lo que sucedió – dijo un poco más calmado Itamar – ¡No lo podrás creer!
Se sentaron a la orilla de su cama.
Su padre, les miraba con mucha ansiedad y comenzaron en forma desordenada y atolondrada con el relato. Itamar, el mayor de sus dos hijos, tomó la palabra y dijo:
¡Estabamos en la orilla recogiendo nuestras redes!
¡Sí! – interrumpió Zabdí – ¡Recién habíamos llegado!
Ante un gesto de su padre, Zabdí se contuvo y guardó silencio.
Andrés y Pedro estaban extendiendo las redes en la orilla, para hacer el cerco cuando un hombre se les acercó, habló con ellos, no sabemos qué y allí dejaron su barca y sus redes – continuó Itamar.-
¡Sí! Pensamos que le indicarían algo – agregó nervioso Zabdí – y que volverían para continuar con su trabajo...
Lo mismo sucedió con los hijos de Zebedeo. Tú, los conoces bien...
¡Santiago y Juan! – dijo Yecutiel rascando su larga y frondosa barba y con la vista perdida en el cielo como tratando de adelantar el desenlace de la noticia – ¡son dos jóvenes aventureros!.
El asunto, padre, que todo esto sucedió en la mañana y nada hemos sabido de ellos.
El viejo pescador, tenía mucho tiempo para pensar.
Comenzó a recordar las escrituras y en su mente recordó un trozo del profeta Isaías:
"...En un principio tuvo en poco a la tierra de Zabulón y Neftalí, pero después honró el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles" (Isaías 8,23)
Poco a poco, la extraña noticia que le habían dado sus hijos - que habían confirmado al día siguiente al no ver a Pedro y a su hermano Andrés ni a los hijos de Zebedeo - comenzó a llenarle de una ilusión y esperanza....¿será el Emmanuel?...
¡Ah! - se dijo - No debo hacerme falsas ilusiones con los signos.....puede ser otro charlatán, como los muchos que han venido por acá, con la esperanza de echar a los romanos de Jerusalén.
No pasaron tres días, cuando sus hijos nuevamente llegaron en forma atropellada a casa para anunciarle que, en la sinagoga estaba el profeta enseñando.
¡Vayan a verle! – dijo Yecutiel.
¡Vayan! Y vuelvan para contarme quién es, cómo se llama.
¡Vayan! Y escuchen con atención su doctrina sin olvidarse de quienes somos.
No les vaya a pasar lo que les pasó a Pedro, Andrés y a los hijos de Zebedeo que dejaron todo botado en forma irresponsable por ese hombre.
¡Mucho cuidado! Vean si es un profeta o un nuevo charlatán y embaucador.
Recuerden que hoy es sábado y no anden corriendo por las calles.
¡Es sábado! – recuerden nuestra tradición y costumbre.
Salieron ellos y, allí se quedó Yecutiel rezongando:
Los jóvenes son muy atrevidos, osados y no tienen tanto aprecio por las tradiciones y por la ley.
Con qué facilidad, dicen: ¡Lo olvidé!
¡Han olvidado el santo temor de Yahvéh!.
Cerrando sus ojos comenzó a susurrar el salmo 88:
"...soy como un hombre acabado:
relegado entre los muertos..."
" ...me has echado en lo profundo de la fosa.
En las tinieblas, en los abismos..."
"....Has alejado de mi, compañeros y amigos"...
Y, recitando el salmo, se quedó dormido.


Zabdí e Itamar, ese día regresaron tarde a casa.
Su padre dormía profundamente y no quisieron despertarle.
Apagaron la lámpara y cada uno enfrentó el desafío de dormir.
Dormir, para descansar de tantas impresiones y emociones que les había tocado vivir ese día sábado.
Al día siguiente, Zabdí e Itamar, al regresar de la pesca; contaron todo lo que escucharon y vieron hacer del profeta.
¡Padre! – comenzó Itamar.
¡Es un profeta! No es un charlatán
¡Sí!, Padre, incluso tiene poderes para expulsar a los espíritus inmundos. – agregó Zadbí.
¿Cómo?
¡Repítanme eso!
Ayer sábado - comenzó a relatar Itamar mas calmado - "entró en la sinagoga y se puso a enseñar"
Todos lo escuchaban en silencio.
¡Padre! – interrumpió Zabdí.
¡Deberías haber visto la cara de todos!
¡La cara de los escribas que allí estaban!
¿Estaban los escribas escuchándole? – preguntó el pescador paralítico.-
¡Sí! Padre, estaban todos sentados y movían la cabeza y nos miraban a nosotros por si hacíamos demostraciones a favor del profeta.
Yecutiel, comenzó a medir las consecuencias de lo que sus hijos le estaban contando.
Los escribas eran personas muy importantes, eran descendientes de la tribu de Leví.
Ellos habían tenido mucha importancia en la preparación de las tropas cuando el pueblo tenía que combatir.
Ocupaban la cátedra de Moisés junto a los fariseos y enseñaban las escrituras.
Eran los encargados del culto y estaban exentos del pago del impuesto (diezmo).
Ellos vivían y eran mantenidos junto a sus familias por todo el pueblo de Israel.
Eran muy importantes porque, cuando Moisés escribió la Ley, a ellos se la entregó para que la cuidaran y la enseñaran.
Importantes, porque ellos eran los que resolvían los casos de litigios y agresión. Ellos debían resolver la situación de un leproso ante el Templo y ante la sociedad.
Ellos eran los que debían levantar un acta cuando alguien tenía una enfermedad que le hacía impuro y, certificar que había sanado para presentarse en el templo y hacer una vida normal.
Yecutiel, pensaba en todo eso, en la historia y tradición de su pueblo.

¿Qué decían los escribas? – preguntó al darse cuenta de las ansiosas miradas de sus hijos.
¡Nada! ¡Nada! – dijo Itamar.
Era la gente la que hablaba. No eran ellos, porque se quedaron muy silenciosos.
Y ¿qué decía la gente? – preguntó el inválido.
Que él enseñaba con mucha más autoridad que los escribas – dijo Zabdí.
¡Sí, padre!
¡Eso decían! Que su voz era muy pausada y profunda y, que hablaba con mucha autoridad y conocimiento de las escrituras – agregó Itamar.
¿Cómo se llama ese profeta?
¡Jesús y viene de Nazaret! – respondieron al unísono los dos hermanos.-
¡De Nazaret! – dijo el inválido pescador –
¡Sí! ¡De Nazaret! - dijeron sus hijos al unísono.-.
Y, ¿cómo saben que viene de Nazaret? – preguntó Yecutiel.
¡Por el milagro que hizo! – respondió Zabdí – ¡por el milagro!
¿Un milagro? ¿Una señal? – preguntó Yecutiel, abriendo sus enormes ojos negros.
¡Sí! A la sinagoga llegó "un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar":
"¿Qué tienes tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?"
Ambos hermanos - con sus ojos muy brillantes, a causa de la aún no olvidada impresión y miedo – estaban ahora de pie.
¡Padre! El hombre daba unos tremendos gritos y se movía y daba saltos imposibles de hacer.
¡Sí! Todos se corrieron asustados, incluso nosotros, porque tiraba los cojines y los escaños con gran fuerza.
Parece que quería pegarle a ese Nazareno.
Hasta los escribas se asustaron y se escondieron detrás de su sede.
Y, ¿qué hizo ese Nazareno entonces? – preguntó intrigado y poco crédulo su padre, pensando que era fantasía de sus hijos.-
¡Nada! No se movió.
Parecía una estatua, mientras el hombre daba vueltas y se arrojaba al suelo.
Lo que vimos....¡Padre!.....¡Por favor! ¡Cambia ésa cara!
Lo que te estamos contando ¡es verdad! – dijo un poco dolido Itamar, al ver la cara de incredulidad de su padre.
¡Padre! – agregó Zabdí, ¡Es verdad!
Se produjo un silencio.
Esperaban la respuesta de su padre para continuar.
¡Debo creerles hijos! – dijo – ustedes tienen edad para saber cuándo algo es verdadero.
Padre, levantó su mano derecha y dijo con una voz que nos hizo temblar:
"¡Cállate y sal de él!"
¿Qué pasó? – preguntó intrigadísimo Yecutiel.-
El hombre se "agitó violentamente", dio un tremendo grito y el espíritu inmundo salió de él.
Todos estabamos paralizados por el miedo y por lo que vimos.
¡Todos! Hasta el más valiente, padre.
Enseña una nueva doctrina y tiene poder con su palabra.
Todos se fueron a sus casas hablando de lo sucedido.
Y, ustedes ¿qué hicieron?
¡Padre! – dijo Itamar un poco avergonzado – perdona nuestra curiosidad.-
Nosotros fuimos con los demás detrás de él.
Decían que iba a la casa de Pedro porque a su suegra de nuevo le había vuelto la fiebre.
¿Fueron ustedes detrás de él a la casa de Pedro y Andrés?
¡Sí! Padre.
Fuimos porque la curiosidad nos envolvió – respondió Itamar.
¡Claro! Pero no participamos del grupo que iba de camino a la casa de Pedro. Nosotros íbamos un poco más atrás – aclaró Zabdías para calmar la mirada de su padre.
Nosotros no entramos – prosiguió Zabdías – nos quedamos fuera.
Nos contaron que la tocó y que la fiebre desapareció.
Nosotros no vimos nada como para decir que eso fue verdad.
La gente – agregó Itamar – salió contando eso.
Y, que ella misma le había servido de comer a ese Jesús de Nazaret.


Para Yecutiel - tanto alboroto en la tranquila ciudad de Cafarnaún que solo tenía importancia y movimiento a causa de los barcos que de tarde en tarde pasaban por allí – todo lo que sus hijos le habían contado acerca de ese Jesús de Nazaret, le había servido para olvidar sus penas y aflicciones que le causaba la parálisis a causa del golpe en su espalda.
Era un buen motivo para distraer su mente y hacer volar su fantasía. Se imaginaba los rostros de la gente de Cafarnaún y de toda Galilea. Gente sencilla y muy dada para creer en cosas extrañas.
De mañana y de improviso, sintió la voz de Andrés que anunciaba su entrada en la casa.
Yecutiel, se alegró. Siempre venía a saludarle y sabía que escucharía de su boca todo lo que sus hijos le habían contado.
Ingresó Andrés junto a otros vecinos a su reducido dormitorio y luego de saludarle le dijo:
¡Yecutiel! ¡Yecutiel!
¡Ha llegado tu hora!
¡El maestro está aquí!
¡Déjate llevar en la camilla que traemos y podrás volver a caminar!
¿Qué dices querido Andrés? – preguntó atónito Yecutiel
¿Qué dices?
¡El Maestro está nuevamente en la ciudad!
¡Está en casa de Ajihud!
¡Vamos! Déjate llevar por estos cuatro hombres para que te vea y puedas quedar sano.
¡Estás demente! Andrés ¿qué cosas has visto y escuchado? – dijo incrédulo y temeroso Yecutiel.
¡Mis hijos no están conmigo!

¡Qué importa! – dijo muy seguro y convincente Andrés.-
¿Qué pierdes, tú, con dejarte llevar?
¡Dime! ¿Qué pierdes?
Yecutiel, guardó silencio. Nada perdía.
Le daba miedo exponerse al ridículo.
Temía ser visto en ese estado de invalidez y de parálisis.
¿Qué dirán de mí? – pensaba.-
¡Hombre de mar! – dijo en voz alta y potente Andrés.
Nunca tuviste miedo al viento y a las grandes olas. ¡ Nunca!
¿Ahora temes a las miradas de la gente?
Tu postración, ¿Te volvió cobarde?
¡No! – dijo Yecutiel, tratando de defenderse ante tal acusación.
A ellos no les tengo miedo, solo que yo....
No alcanzó a concluir su frase.
Andrés les dijo a los cuatro que le acompañaban:
¡Tómenlo y cúbranlo bien!
¡Con cuidado!.
¡Póngalo sobre la camilla!
Yecutiel, estaba indefenso.
No podía moverse.
Se vio entregado a su suerte.
La luz del sol hirió sus ojos cuando los cuatro vecinos le sacaron de la casa en dirección a la casa de Ajihud.
Respiró tranquilo.
No había gente en las calles.
Cuando se acercaron a la casa de Ajihud, Yecutiel suspiró un poco aliviado.
Tuvo la gran esperanza que, como había tanta gente agolpada en la puerta de la casa, ninguno de ellos se haría a un lado para dejarle entrar.
Eso pensó Yecutiel.
No sería expuesto a las miradas de sus vecinos ni de los forasteros y curiosos.
Sus cuatro vecinos lo dejaron en el suelo y fueron hacia la entrada de la casa.
Conversaron con los que se apretaban por entrar y volvieron.
A medio camino, se detuvieron y comenzaron a mirar hacia arriba. Hacia el techo de la casa.
Dos, se apartaron y dos regresaron junto a él sin decir palabra alguna.
No lo podía creer.
Los dos que habían marchado, habían regresado y estaban subiendo sobre el techo de la casa con unos palos y cuerdas.
Los dos que estaban con él, tomando la camilla, lo pusieron de espalda a la casa para que no observara como los dos vecinos abrían un agujero por el techo de la casa de Ajihud, para introducirlo por allí.
Fue cosa de minutos. El techo, hecho de barro y de unas delgadas maderas, había cedido ante la premura para que el pescador paralítico fuera visto y sanado por Jesús.
Lo tomaron, amarraron con cuerdas la camilla y lo subieron hasta el techo para - luego con cuidado y ante el asombro de quienes estaban al interior de la casa - bajarlo en medio de la concurrencia que escuchaba las enseñanzas de Jesús.
Ajihud consintió todo, pues Andrés le había puesto sobre aviso. También, al parecer lo supo Jesús.
Entre el polvo que produjo su descenso, Yecutiel pudo ver primero, las cabezas de los presentes, luego los ojos de ellos – a medida que era descendido – y, sus miradas puestas sobre él.
A medida que lo bajaban, pudo ver sus vestimentas.
Pudo observar que también había algunos escribas sentados.
Cuando la camilla descansó sobre el suelo, mirándoles hacia arriba, pudo ver sus pies, las sandalias de algunos.
Sintió las miradas de los escribas.
Eran miradas de asombro, miradas que desaprobaban su presencia allí.
Los conocía a casi todos.
Eran rostros familiares.
Rostros surcados por el viento del mar y por el sol de los campos, trigales y viñedos.
Un rostro, cubierto de una barba y cabello suelto, de nariz un poco pronunciada y de ojos negros, intensamente negros y penetrantes que le miraban de un modo especial, le hizo sentir un escalofrío y hacer latir su corazón de un modo violento.
¡Era Jesús!
¡Era el nazareno!
Temblaba.
¡Imposible! Pero sentía todo su cuerpo temblar.
Su voz, rompió el silencio que se había producido después de todo el alboroto y comentarios que sintió, cuando le descendían por el techo y era posado sobre el piso de la casa.
"¡Hijo, tus pecados te son perdonados!"
¿Mis pecados? ¿Mis pecados?
¿Por qué mis pecados? – se decía Yecutiel en su corazón, sin poder pronunciar palabra alguna.
Sintió un calor muy intenso en todo su cuerpo.
Trató de mover los dedos de los pies y nada sucedía.
Sus manos y, no respondían.
Vio como Jesús, de improviso giró sobre sus talones y comenzó a hablar con los escribas que estaban sentados y algo habían murmurado entre sí.
"¿Por qué piensan eso en vuestros corazones?"
"¿Qué es más fácil decir al paralítico:"
"Tus pecados te son perdonados o decirle:"
"Levántate, toma tu camilla y camina alrededor de ella?"


Se produjo una discusión entre los escribas y, de fondo el murmullo de los comentarios de los muchos que habían logrado entrar a la casa de Ajihud.
Volvió a sentir su voz:
"Pues, para que sepan que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados-
Sintió la mirada profunda, misteriosa, poderosa de Jesús sobre él:
Sintió en su corazón que Andrés tenía razón, que sus hijos le habían contado la verdad.
"¡A ti te digo!"
Le hablaba a él, sentía el poder de su mirada.
Su voz sonó más fuerte que el trueno.
"A ti te digo:"
"¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!".
¡Ahora sí!
Sintió los dedos de sus pies.
Sus piernas
Su espalda sobre la camilla.
Sintió sus brazos y pudo mover los dedos de sus manos.
¡Ahora sí!
Lloraba.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Quería gritar, decir: ¡siento mi cuerpo!.
No podía.
De su boca no podía salir palabra alguna a causa de la emoción.

Torpe, en un comienzo, torpe.
Así comenzó a incorporarse sobre sus codos y fue ayudado por sus cuatro vecinos que los tenía a su lado.
Había silencio.
Todos miraban en silencio.
Después le contaron las caras que habían puesto los vecinos y los escribas al verle moverse en su camilla.
Todos los que estaban allí sabían que estaba paralizado desde hacía doce años.
Todos sabían la causa.
Nadie podía poner en duda lo que estaban viendo.
Ël tampoco.
Sabía que, lo que estaba sucediendo era real.

Le costó mucho poner en movimiento su robusto cuerpo que, a causa de su larga estadía en cama se había debilitado y sus músculos atrofiado.
Pudo sentarse en la camilla.
Todo comenzó a moverse, se sentía tremendamente mareado.
Recordó su primera salida a pescar junto a su padre cuando apenas tenía 7 años. Recordó lo que sufrió a causa del mareo.
Era la misma sensación.
Todo daba vueltas en su cabeza.
Giraba el rostro de Jesús, el de los escribas con su boca abierta y sus ojos y ceños fruncidos.
Daban vuelta los rostros de los que estaban allí con sus ojos muy abiertos.
Los rostros de quienes tenían sus manos puestas sobre la boca como ahogando un grito de euforia.
Todo giraba.
Poco a poco los rostros y cuerpos se fueron deteniendo y pudo ponerse de rodillas.
No sentía dolor en la espalda. Había desaparecido.
Bajó sus pies de la camilla y, ayudado ahora por Pedro y Andrés, se incorporó totalmente.
Su cabeza, la pudieron ver los que estaban apretándose en la puerta para ver lo que estaba pasando, era de gran estatura.
Allí lo pudo comprobar nuevamente.
Era alto en comparación con sus hermanos de raza.
Era alto y
¡Estaba de pie!
Pedro, que había tomado la camilla, se la pasó.
Se acercó a su oído y le dijo:
¡Vete! Como te dijo el Maestro.
Sin dejar de mirar a Jesús, tomó su camilla y se abrió paso entre los muchos que allí estaban mirando.
Solo cuando atravesó la puerta de entrada, comenzó a escuchar:
"¡Jamás vimos cosa parecida!".

Como un borracho.
Como un borracho cubrió la distancia que había entre la casa de Ajihud y la suya.
Sus hijos, que habían sido avisados que, a su padre le habían sacado en camilla de la casa y que fue llevado a la casa de Ajihud donde estaba Jesús, desembarcaron y dejaron todo botado en la orilla del mar para imponerse de los acontecimientos y ver a su padre.
Ellos corrían, subiendo un pequeño cerro cuando lo vieron.
Instintivamente pararon y tratando de hacer un esfuerzo con sus ojos para no equivocarse gritaron:
¡Padre! ¡Padre!
Los corazones de esos tres hombres no cabían dentro de sus cajas toráxicas.
Los tres se estrecharon en un apretado abrazo y sollozos que, hasta los hombres más rudos se vieron afectados por la emoción del momento.

Yecutiel, después de un tiempo, volvió a su profesión en forma normal.
El sólo.
Sólo, porque sus hijos Zabdías e Itamar lo dejaron todo y se hicieron pescadores de hombres al igual que Pedro y Andrés y, los hijos de Zebedeo y muchos más que escucharon su llamado.







CURACIÓN DE UN PARALÍTICO

Días después, entró de nuevo en Cafarnaún y corrió la voz de que estaba en casa.
Se agolparon tantos que ni siquiera en la puerta había ya sitio. Jesús predicaba la Palabra. Y le vienen a traer un paralítico llevado entre cuatro.
Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo, encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.
Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico:
"Hijo, tus pecados te son perdonados".
Estaban allí sentados unos escribas que pensaban en sus corazones: "¿Pero qué habla éste?.
Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?".
Más, Jesús, al instante, dándose cuenta en su espíritu de lo que ellos pensaban en su interior, les dice:
"¿Por qué pensáis así en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados o decirle: Levántate, toma tu camilla y camina alrededor?"
Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados – dice al paralítico-:
"A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
Se puso en pie y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que se pasmaron todos y dieron Gloria a Dios diciendo:
"Jamás vimos cosa parecida".







Evangelio según San Marcos 2,1-12

ZAQUEO

Zaqueo
La histórica ciudad de Jericó, estaba construida en medio de un gran oasis cercano a la desembocadura del río Jordán, el que arrojaba sus aguas al Mar Muerto.
Esta ciudad, el año 20 antes de Cristo, tuvo un gran ajetreo pues, innumerables personas, llegaron de varias localidades cercanas como Betania, Belén, Jerusalén, Gaza, Emaús entre otras, para trabajar en la construcción de un palacio sin igual.
El rey Herodes el Grande, había decidido construir un palacio para descansar durante el período de invierno. (**)
Seis años demoró la costosa e imponente construcción. Pero mayor tiempo le demandó construir la fortaleza de Masada al sur de Belén relativamente cerca de la ribera del Mar Muerto.
Herodes, que era de la monarquía de los asmoneos proveniente de Simón Macabeo, sufrió la intervención del romano Pompeyo el año 40 a.C., quien reorganizó la tierra de Palestina y, deshizo el reino asmoneo del cual Herodes era rey. Ese año se creó la monarquía herodiana adicta y vasalla de Roma.
Herodes, supo agradar a quienes tenía bajo su jurisdicción, pues propició la reforma del santuario de Hebrón y la construcción del Templo de Jerusalén.
Supo agradar, por otro lado, a Roma y al emperador Augusto. Como gran constructor, se preocupó de la reconstrucción de Cesarea.
Se preocupó de construir fortalezas para proteger su monarquía, edificado la fortaleza de Herodión y de Masada.
A todo eso hay que agregar la construcción de los palacios de Jerusalén, de Jericó y Alejandría.
Jericó, era una ciudad gobernada por Herodes el Grande la que, además, era un centro administrativo de una de sus provincias.
Herodes, tenía que rendir tributo al emperador y una de las modalidades era, precisamente la recaudación de los impuestos.
Para ello tenía a cobradores y uno de ellos era Zaqueo, residente de Jericó y jefe de los publicanos.
Zaqueo, tenía un buen pasar. Era rico pues, aparte de cobrar los impuestos, sabía cómo extorsionar y chantajear a la gente.
Su baja estatura, no era impedimento para que se hiciera notar en la ciudad. Todos le reconocían y temían. Muchos le odiaban por ser considerado un traidor.
Los fariseos le apartaban de sus reuniones porque le consideraban un pecador. Era el jefe de los pecadores (publicanos)
(**)A su muerte le sucedió su hijo Herodes Antípas quien fue tretarca de Galilea y Perea. Este fundó la ciudad de Tiberíades y fue contemporáneo a Jesús.

Su casa tenía dos patios adornados con figuras y esculturas, que Herodes había desechado entre sus tantas colecciones.
Dos salones con una cuidadosa y refinada decoración, hacían pensar que se estaba en casa de un hombre próspero y rico. En realidad lo era.
A menudo realizaba fiestas y se jactaba de ser un gran y generoso anfitrión.
Quedó muy impresionado y confuso cuando, por medio de Ajimán uno de sus ayudantes, escuchó una comparación que había realizado Jesús.
Estaba cansado de ser humillado por los fariseos y su odio, hacia ellos, iba en aumento.
Mucho se alegró al saber la comparación que había hecho Jesús entre ellos y él. Así lo sintió.
El se sentía y sabía pecador. Hacía dos años que quería abandonar ese trabajo y Herodes se lo impedía porque, según él, nadie cobrara y reunía tantos impuestos en forma puntual como él.
Se sentía acorralado, presionado y temía las represalias del rey Herodes. Temía ser juzgado por ser infiel a su rey y lo peor: ser infiel al Cesar.
Ajimán, aún entusiasmado por las palabras de Jesús, le contó lo que había escuchado del Nazareno..
" Dos hombres subieron al Templo a orar; uno era fariseo, y el otro era publicano. El fariseo, erguido, hacia interiormente esta oración: Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros ni como ése publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo. Por su parte, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera levantar los ojos hacia el cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador.
Les digo – dijo Jesús – que éste bajó a su casa reconciliado con Dios y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado."
Zaqueo meditaba lo que había escuchado de su colaborador, cuando Najor irrumpe en su oficina, para darle cuenta de las cobranzas atrasadas de los impuestos que le había encomendado.
Zaqueo le notó ansioso y, después de recibir la información, le pregunta la causa de su estado de ánimo.
¿Qué sucedió que estás tan nervioso?
Najor, guardaba silencio. Entre sus manos apretaba la pequeña bolsa donde había traído varias monedas producto de la cobranza.
¡Vamos hombre! – insitió Zaqueo. ¿Qué sucede contigo?
¡Ah! – continuó.
¡Los zelotas te salieron al paso!
¿Eso fue lo que sucedió contigo? ¿Te amenazaron?
¡No! – respondió.
¿Sucedió algo fuera de lo común! – agregó.-
Se dirigió hacia la pequeña ventana, miró al exterior, hacia las pequeñas y angostas calles de la ciudad y dejó su vista fija en un anciano mendigo, que trataba de llamar la atención de los pocos forasteros que deambulaban por la ciudad.
Girando sobre sus talones, Najor le preguntó:
Zaqueo, ¿Te acuerdas de Elcaná?
¡Ah! ¡Sí! El mendigo ciego que se sienta a la entrada de la ciudad. – respondió Zaqueo.-
Najor – tragando saliva en su apretada garganta – dijo:
Allá estaba cobrando a los que estaban atrasados en el pago de los impuestos, cuando vi que se acercaba por el camino un grupo muy numeroso de personas.
Cuando estaban a unos 20 metros, Elcaná se puso a gritar:
¡Hijo de David, ten compasión de mí!
¿Hijo de David? – le interrumpió Zaqueo.-
¡Sí! Así gritaba: ¡Hijo de David! ¡Ten compasión de mí! – confirmó Najor.
Me acerqué para saber de qué se trataba tanto alboroto y allí conocí a un hombre que era el centro de todo.
Se trataba de un Nazareno alto, delgado y que vestía una túnica de una sola pieza. Tenía algo especial porque su mirada era muy poderosa y sus gestos y movimientos tenían algo de misterio.
¿Cómo? – preguntó interesado Zaqueo.-
¿Qué era lo especial?
Najor, al no tener respuesta a las preguntas de Zaqueo, volvió a mirar por la ventana hacia el exterior. Guardó unos instantes de silencio.
Le costaba explicar lo que había visto y sucedido. Sabía que Zaqueo se reiría de él y de sus creencias.
Tomó aire, llenó sus pulmones y sin quitar la vista del anciano mendigo sentado a la orilla del camino - dijo:
Se trata de ese Nazareno llamado Jesús.
¡Ah! – musitó Zaqueo interesándose aún más en lo que Najor guardaba misteriosamente en el silencio.
¡Dime! ¡Qué le pasó a Elcaná?
Najor, un tanto nervioso, respondió diciendo:
Algo hizo ese Jesús con él, porque lo escuché gritar y alabar a Dios y toda la gente se alborotó y gritaba y cantaba a fuerte voz.
¡Vamos! – insistió Zaqueo.-
¿Qué pasó?
¡Elcaná ya no es ciego! ¡Recuperó la vista!
¿Cómo? – preguntó Zaqueo saltando de su asiento.-
¡Ese Jesús le quitó la ceguera y ahora anda por las calles de la ciudad detrás de él!.-
En su interior, Zaqueo, sintió miedo y unos deseos de conocer a aquel misterioso Jesús, que hizo ver a Elcaná y que hablaba bien de los pecadores.
Las carreras y pasos apresurados de muchas personas, ahogaron la pregunta que iba a formular a Najor. Se asomó por la pequeña ventana que permitía observar los movimientos de las angostas calles de la ciudad y, llamó a Ester – que venía con pasos muy presurosos junto a su hija - a quien había dado un plazo nuevo para la cancelación de los impuestos atrasados de su marido.
¿Qué sucede? – preguntó mirando al mismo tiempo a las personas que corrían en forma desordenada.-
¿Por qué tanto alboroto?
Ester, arreglándose el manto alrededor de su rostro, solo atinó a decir:
¡Se trata del profeta llamado Jesús!
¡Hace poco sanó a Elcaná, el mendigo ciego que se ponía en la entrada de la ciudad!
Y, agregó:
¡Dicen que va hacia el otro extremo de la ciudad!
¡Sí! – agregó su pequeña hija.- ¡Queremos verle y conocerle!
Najor, poniendo su mano derecha sobre el hombro de Zaqueo, dijo:
¡Vamos!
¿Qué perdemos con verle al pasar?
Zaqueo, terminando de cerrar los cajones de su escritorio y guardar cuidadosamente las monedas, salió junto a Najor, confundiéndose en la muchedumbre que caminaba con pasos muy presurosos.
Era claro que Jesús estaba cerca, porque la muchedumbre estaba agolpada en un sitio eriazo. No se podía avanzar más. La apretada multitud no se los permitía.
Mirando alrededor vio una añosa higuera y, olvidándose del ridículo y de las risas de sus coterráneos que no le tenían aprecio, trepó por el inclinado tronco con cierta dificultad.
Muchos le miraban moviendo la cabeza.
¡Zaqueo! – le gritaban mofándose de él.-
¡El maestro no paga impuesto!
¡Es pobre igual que nosotros!
Zaqueo no tenía tiempo para escuchar las mofas y risas que hacían de él.
Allí estaba Jesús. Se había detenido para conversar con unas mujeres que seguramente le contaban sus penas e historias.
Su corazón estaba muy acelerado. Sentía el golpe de la sangre en la garganta.
Algo extraño estaba sucediendo en él.
Se sentía extraño, inseguro. La multitud le había contagiado con la ansiedad de ver a ese hombre que hacía milagros y que enseñaba una doctrina distinta.
Quería ver pasar al hombre que había hablado bien de los pecadores. Ver al hombre que dejaba callados a los fariseos.
Casi cae. El débil tronco de la vieja higuera era sacudido por la presión de las muchas personas que se peleaban por ver pasar a Jesús.
Era un poco más alto que los demás. Su pelo largo, negro caía en forma ordenada por sobre sus hombros.. Su rostro delgado terminaba en una barba no muy frondosa pero bien arreglada.

Caminaba con gran dificultad a causa del gentío que, a costa de empujones quería tocarle y darle la mano.
Eran muchos los gritos y saludos que salían de las gargantas de esa ingente muchedumbre.
Jesús, se daba tiempo para todos. Eso observaba Zaqueo desde la altura de la higuera.
Se conmovió cuando un niño, se colgó de los hombros de Jesús para saludarle y darle el beso de la paz. Vio como Jesús lo tomó en sus brazos y lo levantó, para abrazarlo y besarle y, entregarlo a su madre que estaba con un rostro extasiado y fuera de sí por la situación.
Según sus cálculos, Jesús tendría que pasar muy cerca de la higuera. Eso lo tenía tenso, nervioso, ansioso.
El tiempo se le hizo interminable. Se desesperó al ver que la muchedumbre lo desvió un poco de la trayectoria. Parecía que su deseo no se cumpliría, porque se había desviado un par de pasos hacia la derecha.
Fue una mujer histérica la que con sus gritos y empujones, permitió que Jesús pasara a menos de un metro de la higuera.
Fue como un rayo.
Una fuerza increíble hizo que sus manos, piernas y cuello se sintieran débiles.
Sintió la mirada de Jesús que se había detenido justo bajo donde él estaba.
Su voz fue un trueno.
¡Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa!
Sintió que tenía quince años.
Bajó de la higuera con una agilidad asombrosa y, abriéndose paso entre la muchedumbre, corrió hacia su casa.
Corría, saltaba y gritaba al mismo tiempo.
No se le ocurrió esperar a Jesús.
Salió en forma descontrolada. Debía preparar la casa para recibir a ese extraño invitado.
Ordenar una cena, preparar una cama, tener el agua para lavarle los pies – según la tradición – hacer espacio para sus amigos y para quienes andaban siempre con Jesús, era su gran preocupación.
Corría tan fuera de sí, que no se dio cuenta de las dos caídas que tuvo en forma aparatosa antes de llegar a su casa.





Jesús cenó lo que había mandado preparar Zaqueo. Junto a Él, se encontraban cuatro de sus discípulos que eran pescadores.
A muchos de los invitados de Zaqueo, les llamó la atención el discípulo de barba frondosa y de torpe hablar.
Zaqueo se sintió incómodo, pues tuvo que dejar pasar a su casa a unos escribas. Era una visita de inspección del supremo tribunal enviados por partidarios de Herodes.
Lo sabía y tenía muy claro. Era un empleado del rey Herodes y Jesús era investigado por el rey por las cosas que había dicho dentro de su jurisdicción.
Sabía bien que Herodes no quería tener problemas con los romanos a quienes servía.
Ese era el motivo de la presencia de los tres escribas que se sentaron para escuchar la conversación de Jesús.
Allí, Jesús, le explicó a Zaqueo la comparación que había hecho entre un fariseo y un publicano cuando fueron a orar al templo. Allí Zaqueo entendió su vida y la inmensidad del amor de Dios.
Mientras Jesús hablaba, Zaqueo comenzó a recordar una situación vivida dos días antes.
¡Señor! No podemos cancelar los impuestos atrasados – decía desconsolado un atribulado trabajador agrícola.
¡Usted sabe! - continuaba Melkí – ¡El desborde del río arrasó con gran parte de la siembra y...!
¡No me interesa la crecida del río! – interrumpió a gran voz Zaqueo.
¡Lo que me importa es que no ha pagado los impuestos y eso es grave!
¡Enviaré a cuatro hombres para que terminen con su cosecha!
¡Las utilidades serán como parte de pago de sus deudas!.
Recordó la mirada atribulada de la mujer de Melkí, a quien conocía desde más de veinte años. Las miradas de los cinco hijos que con toda seguridad pasarían un invierno lleno de penurias económicas.
Le dio vergüenza recordar que el dinero, producto de la venta de lo cosechado, lo había ingresado a sus arcas y, con el había comprado tres burros y cinco chivos y el resto lo había gastado en una gran cena ofrecida a cinco comensales del rey Herodes que había ofrecido en su casa y, en seis mujeres traídas de la ciudad de Hebrón para esa ocasión.
Así, pasaron muchos rostros y miradas impotentes de varios, a quienes había cobrado, castigado y engañado con los intereses abultados que había aplicado en el cobro de los impuestos.
Se sabía con poder, odiado y temido.
Le daba vergüenza, al escuchar a Jesús hablar y al sentir su mirada, todo lo que había abusado de la gente.

Le daba vergüenza cómo lo había usado y abusado del poder. Le daba vergüenza de cómo había sacado partido de su cargo.
Se sentía desnudo, avergonzado.
Tomó conciencia que, todo lo que tenía era producto de sus abusos, sobornos y engaños.
Lo que dijo, dejó a todos atónitos:
"Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a algunos, le devolveré cuatro veces más"
Nadie dijo nada.
Públicamente había reconocido que robaba, que engañaba a sus hermanos de raza.
Al subir a la higuera se había expuesto al ridículo.
Al hablar se había expuesto al juicio de todos.
Al fin se había liberado de la atadura que le impedía ser libre.
"...y si engañe a alguno, le devolveré cuatro veces más" – volvió a repetir mirando a Jesús con verguenza...
Muchos de los que estaban allí, sintieron un alivio.
Recuperarían sus terrenos embargados, sus animales empeñados....
Jesús sonriendo y poniéndose de pie dijo:
"Hoy ha llegado la salvación a esta casa"
"El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido"
Jesús despidió a la gente que estaba en casa de Zaqueo y se retiró a reposar.
Afuera muchos comentaban:
"Se ha alojado en casa de un pecador".

JESÚS Y ZAQUEO


Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Había en ella un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, que quería conocer a Jesús. Pero, como era bajo de estatura, no podía verlo a causa del gentío.
Así que echó a correr hacia delante y se subió a una higuera para verlo, porque iba a pasar por allí.
Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó los ojos y le dijo:
¡Zaqueo! Baja enseguida porque tengo que alojarme en tu casa.
El bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban y decían:
Se ha alojado en casa de un pecador.
Pero Zaqueo se puso en pie ante el Señor y le dijo:
Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno, le devolveré cuatro veces más.
Jesús le dijo:
Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahám. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.


Evangelio según San Lucas 19,1 - 10

PASCUA

Pascua
Eran cerca de las seis de la tarde. Simón Pedro, junto a varios de los discípulos de Jesús, se encontraba en la tierra de Galilea.
Todos estaban inquietos, apesadumbrados y desorientados.
Los sucesos y fuertes experiencias que habían vivido en Jerusalén, aún no les permitía dormir en paz.
Muchas eran las imágenes que cada uno guardaba en sus retinas y, aún no lograban ordenar en sus mentes y corazones.
Tomás, aún tenía presente la mirada de Jesús y la imagen de Él, cuando se le apareció y le reprochó su falta de fe.
Claro, él era un hombre práctico.
Su oficio así se lo había enseñado. Tenía que ver, tocar y experimentar para luego hablar con certeza.
Con la mirada fija en el suelo, aún se reprochaba lo que había dicho a sus amigos cuando le contaron que habían visto a Jesús.
Recordaba haber pensado que la ansiedad y el temor había trastornado a sus amigos.
Cuando le dijeron: "hemos visto al Señor" - recuerda - se enojó con ellos, porque no estaba para bromas. Había pasado mucho susto, y andaba escondiéndose de todos para no ser descubierto La gente del pueblo pensaba que, ellos, habían robado el cuerpo de Jesús para probar que era cierto que Él resucitaría después de morir.
Con la vista fija en el suelo, seguía recordando su respuesta desafiante e incrédula: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré".
Un calor recorrió todo su cuerpo, cuando recordó que habían pasado catorce días después de su muerte y que estaba lleno de temor junto a los demás, escondido en una casa, cuando - sin que nadie abriera puerta alguna - se apareció Jesús en medio de ellos.
Todo su cuerpo estaba temblando.
Nunca antes había sentido terror, pánico.
Recordaba, con la vista fija en una mancha del suelo, que había quedado paralizado y que sus rodillas le habían temblado en forma incontrolable.
Que todos estaban hablando y se quedaron callados y con la mirada fija en Jesús que se les había aparecido de la nada.
Se llevó instintivamente las manos a sus sienes al recordar su saludo. Su voz era calma, serena, segura, poderosa.
"La paz con ustedes".
Sus oídos le zumbaban.
Así, ensimismado en el tiempo y en la sala de la casa donde se escondían - para no ser descubiertos - volvieron a resonar las palabras de Jesús:
¡Tomás!
"Acerca tu dedo y aquí tienes mis manos, trae tu mano y métela en mi costado"
Recuerda que no pudo moverse de su lugar.
Estaba paralizado, su corazón latía muy fuerte, la sangre golpeaba sus sienes.
Lo tenía ante sí. Era Él.
En forma torpe movió su cabeza, negando en forma inconsciente su incredulidad y sus palabras comentadas a sus amigos.
Era cierto.
Cuando caminaba Jesús, él sentía sus pisadas.
No era un fantasma. Era real.
Recordaba, con sus ojos cerrados y su ceño fruncido por la vergüenza, la mirada de Jesús que lo penetraba todo y le incomodaba sobremanera.
Era dura pero, también cariñosa.
Se sintió juzgado y amado.
Recordaba que lo único que salió de su corazón y labios torpes, por la ausencia de saliva a causa de la impresión y miedo, fue:
"Señor mío y Dios mío".
Que se acercó a él y sintió el calor de su cuerpo y que escuchó de sus labios con tono de tristeza:
"Has creído porque me has visto".
Sintió frío en sus espaldas y levantó la vista, volviendo a la realidad.
Recorrió su entorno con la vista y allí vio a Pedro, a los dos hermanos hijo de Zebedeo, a Natanael que había estado en las bodas de Caná de Galilea, cuando Jesús convirtió el agua en vino y, a dos más que habían conocido a Jesús en el templo de Jerusalén.
Fijó su vista en Pedro.
Lo vio avejentado. Con varios años encima.
Tenía el rostro duro. La mirada perdida en el espacio.
Pedro era el líder.
Pedro era hombre de iniciativa. Su voz gruesa y fuerte se imponía ante los demás.
No era alto pero, sí muy grueso.
Sus manos eran fuertes y llenas de marcas y cicatrices por las largas jornadas de pesca.
Pedro, se sintió observado por Tomás y se puso de pie.
Se acercó a la pequeña ventana de la casa y tomándose la barba frondosa, dijo en voz alta:
"Voy a pescar"
Los hijos de Zebedeo, lo miraron sin entender.
Uno de ellos le preguntó:
¡Pedro! ¿Qué dijiste?
Pedro sin mirarle, volvió a repetir mientras se dirigía a la puerta:
¡Voy a pescar!
Todos se quedaron en silencio por unos instantes.
Luego, casi al mismo tiempo dijeron:
¡Nosotros también vamos contigo!
Era de noche.
Allí estaba una de las barcas que, tiempo atrás habían adentrado en el mar de Tiberíades, llenos de sueños e ilusiones.
En silencio, cada uno hizo su trabajo.
Eran hombres de mar.
Cada uno sabía muy bien qué cosa hacer.
Pedro, en silencio arregló las redes y los cebos.
Los hijos de Zebedeo revisaron el fondo de la embarcación, también en silencio.
Tomás ciñó los remos en su lugar.
Los otros dos discípulos, esperaban la seña de Pedro, para jalar de los cordeles de la proa para que, la pequeña embarcación comenzara a desafiar las pequeñas olas que se perdían en la orilla.
Cada uno sabía qué hacer.
No se escucha ninguna orden.
Tenían los pechos apretados.
La ansiedad de volver a su antiguo oficio aumentaba el ostracismo de cada uno.
Cuando todo estaba dispuesto, Pedro hizo un ademán a los dos discípulos quienes levantaron levemente la proa, para que la embarcación comenzara a deslizarse por la arena y ser acogida por las frescas y oscuras aguas.
Volvieron a sentir el frío que comenzó a acariciar y envolver sus rudos cuerpos. Luego, éste, sin pedir permiso, comenzó a traspasar sus gruesas ropas de hombres de mar y penetrar la piel, hasta hacer bajar la temperatura de la sangre que circulaba por sus cuerpos.
Era el frío de siempre que, empujado por la brisa marina, les hacía encogerse al interior de la barca.
El frío, la brisa, sumada a la impotencia del fracaso por la escasa pesca, les hacía tener un cargo de conciencia y remordimiento.
Cada uno recordaba las palabras de Jesús:
"Les haré pescadores de hombres" y, ahora se veían haciendo lo mismo de antes.
Se sentían traidores del Maestro.
No era necesario decirlo.
Cada uno se miraba en forma disimulada.
Cada uno se sabía que estaba haciendo algo que no correspondía, pues sabían que habían sido llamados y enviados por el Maestro a ser pescadores de hombres.
El temor a ser apresados y juzgados había vencido la llama de la ilusión, de una verdad que tenía que ser anunciada: ¡Jesús había resucitado y se les había aparecido!
Pedro, desilusionado y enojado consigo mismo, dijo:
¡Volvamos a la orilla!
¡Aún no! – dijo Tomás.
¡Vamos! – dijo Pedro – ¡ Está por amanecer!.
Estaban como a cincuenta metros de la orilla, cuando escucharon que alguien les gritó:
"¡Muchachos:! ¿Tienen pescado?"
Pedro, muy ofuscado, respondió al desconocido:
¡"No"!.
Los demás dijeron lo mismo en voz alta.
"Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán" – les volvió a gritar el hombre que estaba en la orilla.
En forma instintiva, ellos, lanzaron la red al costado derecho de la embarcación.
Aún no terminaban de lanzar toda la red, cuando sintieron el peso de ésta.
Comenzaron a jalar.
Todos hablaban, ahora.
¡Recojan rápido el extremo izquierdo! – ordenaba Pedro a los hijos de Zebedeo.
¡Tomás! ¡Apura! ¡Apura! – seguía ordenando Pedro quien sentía la presión de las redes en sus congelados dedos.
Uno de los discípulos, al ver la abundante pesca, apuntando al desconocido que estaba en la orilla, exclamó:
¡Es el Señor!
Pedro, giró en forma brusca y miró hacia la orilla.
Allí estaba el desconocido. De pie.
No podía ver bien el rostro de quien les había dicho que lanzaran la red al costado derecho de la barca pues, a sus pies, había unas brasas encendidas y de ellas salía humo.
Así como era; impulsivo y de rápida reacción, se puso una manta gruesa que se había sacado presuroso para recoger las redes llenas de peces y se lanzó al mar.
Estaban muy cerca de la orilla.
Los siete hombres llegaron junto al misterioso hombre, que les esperaba con un desayuno típico de los hombres de mar: un pescado asado a las brasas y un pan grande.
Se quedaron con la mirada fija en Jesús.

Nada decían.
No se atrevían a acercarse demasiado.
Les separaban unos cinco metros.
Amanecía y aún la luz del día no les permitía ver bien.
¡Traigan algunos de los peces que acaban de pescar! – les dijo Jesús.
Pedro fue a buscar los pescados y se los entregó.
No se atrevía a levantar la mirada.
Tenía temor y vergüenza de mirar a Jesús.
Jesús lo había convertido en pescador de hombres. El lo sabía, por eso dejó los pescados cerca de las brasas y se dirigió nuevamente a la barca para terminar con el trabajo de sacar los pescados de ella y extender la red.
Los contaron. Fueron ciento cincuenta y tres peces de los grandes.
Revisaron la red y comprobaron que había resistido muy bien el peso de tantos peces.
Tenían frío y hambre.
El olor de los pescados asados a las brasas, despertó mucho más el apetito en ellos.
Ninguno se atrevía a dar un paso hacia Jesús.
Mientras vaciaban la barca y extendían la red, lo miraban en forma disimulada.
Allí estaba Jesús.
Le vieron limpiar los pescados.
Vieron cómo los atravesaba con unos trozos de madera y los giraba a medida que se cocían al calor de las brasas.
Lo observaban cómo se inclinaba sobre fuego y acomodaba los pescados sobre las brasas.
Vieron, cómo agitó una de sus manos pues se había quemado con uno de los pescados ya asados.
Allí estaba.
Entre ellos y Jesús, les separaba los pescados asados y el pan grande y redondo.
Los pescados asados, el pan y el humo que subía producto del cocimiento de los pescados.
Nunca habían tomado tanto tiempo len revisar las redes como en esa ocasión.
¡Vengan a comer! – les invitó Jesús.
Jamás habían visto a su Maestro cocinar.
Era la primera vez.
Se acercaron en silencio y recibieron de sus manos un trozo de pan y un trozo de pescado asado.
Ninguno de ellos se atrevió a preguntarle quien era.
Sabían que era el Señor.
Él, con infinita delicadeza nada les dijo.
Nada les reprochó.
Les sirvió en silencio.
Se dejaron servir y amar por Jesús quien les cocinó pescado a las brasas.
Se dejaron servir y amar por Jesús Resucitado.
Nada les reprochó.
Les sirvió en silencio.





























Aparición a orillas del lago Teberíades
"Después de esto, se pareció Jesús otra vez a los discípulos a orilla del mar de Tiberíades. Se apareció de esta manera.
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná e Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos.
Simón Pedro les dice: "Voy pescar".
Le contestan ellos: "Nosotros también vamos contigo"
Fueron y se subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Al amanecer, estaba Jesús en la orilla, aunque los discípulos no sabían que fuese Él.
Les dice Jesús:
""Muchachos, ¿Tienen pescado?
Le contestaron: No
Él les dijo:
¡Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán!
La echaron y no podían recogerla por la abundancia de peces.
El discípulo, aquel a quien Jesús amaba, le dice a Pedro: ¡Es el Señor!
Cuando Simón Pedro escuchó, "es el Señor", se puso el vestido encima – pues estaba desnudo – y se lanzó al mar.
Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no estaban tan lejos de la tierra.
Al saltar a tierra, v4en que habían una brasas, un pez sobre ellas y pan.
Les dice Jesús:
¡Traigan algunos e los peces que acaban de pescar!
Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, aún siendo tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
¡Vengan a comer!
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle ¿Quién eres tú? Ya sabían que era el Señor.
Viene, entonces Jesús, toma el pan y se los da, y de igual modo el pez.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos."



Evangelio según San Juan
Capítulo 21, 1 - 14

MILKÁ

Milká
- I -

Milká veía cómo sus bienes, poco a poco, iban bajando en volumen y existencia.
Ella sabía de riqueza.
Cuando su esposo le abandonó - despreciándola ante sus familiares y amigos a causa de su enfermedad y porque no podía darle hijos - en la ciudad se difundieron una serie de comentarios.
Jéber había desposado a Milká y, debido a sus grandes extensiones de tierras y prosperidad en el comercio, soñaba con tener una gran descendencia.
Después de cuatro años de matrimonio, veía con tristeza que el tiempo pasaba, que no podía tener hijos y que su esposa Milká comenzaba a tener una extraña enfermedad.
Al comienzo, Jéber, gastó buena parte de sus ganancias en médicos para que descubrieran el extraño mal de su esposa, la tratasen con medicamentos y pudiera al fin sentirse bendecido con hijos.
Todo fue un fracaso.
Milká iba de mal en peor con su enfermedad.
Hacía crisis en sus períodos menstruales que se prolongaban más de lo normal y que, cada vez se hacían más extensos en el tiempo.
Jéber hizo todo cuanto pudo y, desesperado y presionado por sus intereses personales y sociales, terminó por despedir de su casa a Milká.
La Ley era sagrada y había que cumplirla.
Eso lo sabían muy bien ambos.
La tradición del pueblo también era muy importante en sus vidas.
Cuando Milká fue despedida de la casa de su esposo, sólo llevó sus ropas y nada más.
Jéber tuvo que quemar todos los muebles y enterrar todo lo no que se podía lavar pues, en la Ley estaba contemplado que:
"Cuando una mujer tenga flujo de sangre durante muchos días, fuera del tiempo de sus reglas......quedará impura mientras dure el flujo de su impureza."..."Todo lecho...será impuro...cualquier mueble quedará impuro."
"Quien toque su lecho...o algo que esté puesto sobre el lecho....quien toque un mueble cualquiera sobre el que ella se haya sentado lavará sus vestidos, se bañara en agua y será impuro hasta la tarde".
"Si uno se acuesta con ella se contamina.....y queda impuro siete días." ( 1 )

Libro del Levítico Capítulo 15 versículos 19 al 28.
Jéber había tenido una vida de matrimonio muy difícil.
Milká, psicológicamente ya no podía seguir sosteniendo un sistema de vida así. No podían llevar una vida marital en forma normal.
Ellos no eran culpables.
Eran dos personas muy temerosas de Dios, piadosas y fieles al cumplimiento de la Ley.
Debía acudir con bastante frecuencia, después del octavo día – cuando su enfermedad se lo permitía – para presentar dos tórtolas y dos pichones al sacerdote quien debía ofrecerlos como sacrificio por el pecado y como ofrenda a Dios por la impureza del flujo de sangre.
Para Milká, eso era confirmar que no había sido bendecida por Dios. Eso pensaba ella.
Se sentía humillada.
Jéber, le proveyó de todo cuanto necesitaba para vivir lejos - en forma cómoda - en un lugar cerca de Cafarnaún, al otro lado del mar de Galilea.
No la dejó desamparada sino – respondiendo a su buen corazón – le dio una bolsa llena de monedas de gran valor para que no pasara hambre y pudiera cuidar de su salud.


- II -

Milká contaba con desesperación las pocas monedas que le quedaban en su bolso. Eran cuatro.
Su futuro, ahora, era muy incierto.
Casi todo se lo había gastado en médicos que buscaban por todos los medios cómo cortar los constantes flujos de sangre que la inhabilitaban ante la sociedad.
Su pena y frustración le hizo ir a la ciudad, porque había vuelto un hombre que tenía grandes poderes.
Ella lo supo por la suegra de Pedro quien siempre padecía de altas temperaturas.
¡Vino a mi casa! – ella le dijo – antes había curado a un paralítico y Pedro, lo trajo para acá.
No recuerdo bien – continuó – yo estaba envuelta en paños húmedos y con fuertes dolores de cabeza y en todo el cuerpo.
Ellos dicen – dijo ahora bajando el volumen de su voz – que entró, me tocó la frente y que yo ¡imagínate!, que yo me había levantado como si nunca hubiera estado enferma.
Recuerdo sí – añadió muy convencido y segura – que les serví comida y un poco de vino. ( 2 )
¡Yo te mandaré avisar cuando vuelva!
¡Estoy segura que Él te escuchará y te sanará!







2) Evangelio San Marcos 1, 29 - 31
- III -

Milká allí estaba.
La suegra de Pedro le había mandado avisar que Jesús vendría nuevamente a Cafarnaún, con un niño que había trabajado en la caleta de pescadores junto a Pedro.
Allí estaba.
Tenía la esperanza de hablar con Jesús.
Que él le viera, que le tocara y sanara.
Tenía la esperanza de ser una mujer que pudiera llevar una vida normal.
Una mujer que pudiera tener amistades.
Una mujer a la que nadie le hablara a cierta distancia.
Anhelaba poder expresar su ternura, sus sentimientos: poder abrazar a los niños del lugar, poder dar el beso de paz a sus conocidos.
Soñaba con poder tener la libertad y el derecho de caminar por las calles, de ir a comprar a la caleta de los pescadores sin que nadie se apartara a su paso.
Estaba cansada de tantos médicos y de las promesas de muchos de ellos: "Este ungüento sí que le hará bien"
"Tómese éste brebaje y poco a poco el flujo se le cortará"
Estaba cansada de promesas, de falsas ilusiones.
Doce años de angustia.
Doce años de pesares, incluyendo los cuatro de matrimonio.
En su corazón llevaba la impronta de ser madre.
No podía serlo.
Era mujer y sentía la necesidad de un hombre a su lado.
No le era permitido.
Muchas veces pensó en quitarse la vida.
Allí estaba.
Decidida, valiente, desafiante...
Desesperada, sofocada por su ansiedad.
Allí, en medio de una muchedumbre que la aplastaba.
Se había protegido bien.
Iba muy bien cubierta y con ropas nuevas que nadie se las conocía.
Nadie reparó que era ella: La impura de los flujos.
Había logrado acercarse a costa de muchos esfuerzos, en medio de tantos hombres que querían estar cerca de Jesús.
Entre ella y Jesús sólo distaban cinco metros.
Le dolían sus pies que habían sido, varias veces, pisoteados por los de los hombres toscos y rudos.
Su cuerpo acusaba el flujo que, tibio se deslizaba entre su ropa interior.
Estaba asustada.
Se sentía culpable de todos aquellos que – sin saberlo – la tocarían y quedarían impuros.
Solo ella lo sabía. Nadie más.
De pronto sus ojos se abrieron mucho más de lo normal.
Ante sí – de improviso – apareció el jefe de la sinagoga. Se llamaba Jairo.
Se produjo una gran conmoción.
¿Qué hacía allí el jefe de la sinagoga?
¡Qué hacía allí! ¿Si todos los de la sinagoga odiaban a Jesús?
¡Gemía!
¡Lloraba!
"Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se cure y viva".
¿También ellos creen en el poder de éste hombre?
Ellos ¿al igual que todos nosotros? – se preguntaba.-
Milká, asombrada por la fe de ese hombre y porque, incluso, se había postrado ante Jesús, había conseguido avanzar lo suficiente y estaba a menos de un metro de Él.
La gente, se apretaba tanto que era imposible poder estar por unos segundos en el mismo lugar. Todos se empujaban.
Le llamó:
¡Jesús! ¡Jesús!
¡Ten piedad!
¡Escúchame!
Nadie reparó en ella.
Los gritos de la muchedumbre, eran más fuertes que su voz desesperada.
Hizo un esfuerzo sobrehumano por acercarse. Fue tanto su esfuerzo, que sintió cómo el flujo aumentó y se deslizó, ahora, por entre sus muslos.
Logró acercarse mucho más.
Lo tenía casi a su lado.
Jesús se había incorporado para ir a la casa de Jairo.
Fue una acción desesperada pero llena de confianza y esperanza.
No le pasó por la mente que iba hacer impuro a ése hombre a quien todos querían ver y escuchar.
Por unos instantes cerró los ojos para darse valor y se dijo:
"Si logro tocar aunque sea sus vestidos, quedaré curada".
Sacó fuerzas de flaquezas y, empujando a un hombre grande y gordo que había logrado un lugar más cerca de Jesús, extendió su mano y – al mismo tiempo que sentía con mayor intensidad cómo corría la sangre entre sus piernas – tocó el borde de los vestidos de Jesús.
Fue su manto.
Su mano lo tomó por el borde, por unos brevísimos segundos.

- IV -

Se asustó.
Ella se conocía muy bien.
Conocía su cuerpo milímetro a milímetro.
Nadie más que ella lo conocía.
Eran doce años de estudios, de observaciones, de llantos y penas.
Sintió que el flujo de sangre había cesado.
Temblaba de pánico.
Instintivamente llevó su mano izquierda – en el reducido espacio que tenía para moverse – y tocó bajo su pelvis.
Nada sentía.
¡No puede ser! ¡No puede ser!
Se decía en silencio, asombrada.
Allí se dejó estar.
El movimiento de la muchedumbre la separó un metro de Jesús.
Tenía miedo.
Sentía alegría.
Temor, alegría.
De pronto, Jesús preguntó en voz alta – ella lo sintió, lo escuchó -:
"¿Quién me ha tocado los vestidos?"
En ella el temor aumentó aún más.
¡Le hice impuro! Por eso pregunta ¿quién me ha tocado? – pensaba.-
Asustada quiso desplazarse hacia atrás.
Imposible.
Ahora sentía que todos la empujaban hacia Él.
Pudo observar cómo Jesús escudriñaba a todos los que estaban más cerca.
"¿Quién me ha tocado los vestidos?"
Volvió a preguntar, mientras observaba a la muchedumbre.
Los discípulos se miraban entre sí y no lograban entender la pregunta de su Maestro.
¿Cómo saber eso? – Se decían unos a otros.
Uno de ellos le dijo:
"Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?"
Jesús hizo caso omiso a los comentarios de sus discípulos y allí se quedó.
Algunos le decían:
¡La hija de Jairo!
¡No pierdas el tiempo en saber quién te tocó!
¡Maestro! ¡Es imposible! – comentaban otros.-
¡Es una buena ocasión para que los de la sinagoga piensen que Tú eres un gran profeta! – aconsejó un campesino del norte.-
¡Vamos!
¡Es una gran oportunidad para que muestres tus poderes!
¡Vamos!
¡No pierdas el tiempo! – insistía el campesino muy ansioso.-
"Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho"
Milká se sabía descubierta.
¿Cómo podría comprobar ante los sacerdotes que había sido curada?
¿Qué médico debía presentarla ante ellos para que certificaran que estaba del todo sana?
Sintió la mirada de Jesús.
Él la miraba.
Tenía deseos de gritar:
¡Yo fui!
Pero, al mismo tiempo, estaba consciente de la tremenda falta en que había incurrido porque – sabiéndose impura – no debía haber transgredido la Ley y estar junto a tanta gente, tan cerca de ellos (debía guardar de las demás personas, algunos pasos para que no contrajeran la impureza sexual).
¿Qué hacer?
Se jugaba su vida y su libertad.
Evitaba mirar en dirección a Jesús.
Pero, para ella, era irresistible no mirar su rostro.
Volvió a levantar la vista y, allí estaban: eran los ojos de Jesús.
Él, la miraba en forma disimulada y delicada.
¡Imposible no mirarle!
Ella, entonces "viendo todo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él..."
¡Yo fui quien tocó el borde de tu vestido! – confesó .-
Estoy consciente del daño que he causado, que he pasado a llevar la Ley de Moisés, puesto que soy una mujer impura.
"Y le contó toda la verdad".
Jesús, se dio el tiempo para escuchar todas sus penurias. Ella le contó toda la verdad.
La muchedumbre estaba estupefacta.
Todos, en forma instintiva y casi mecánica, se limpiaban sus vestidos.
Miraban a Jairo. Él debía dar su opinión, decir algo al respecto.
Jesús miró a Jairo.
Entendía muy bien su situación.
Sabía que Jairo estaba en una posición bastante incómoda.
Estaba ante Jesús, rogando por la salud de su hija.
Jesús, hizo caso omiso en lo que se estaba gestando en los corazones de algunos.
Volvió su mirada a la mujer que tenía ante sí postrada a sus pies.
Admiró en su corazón, la sinceridad de ella, el coraje, la fe y humildad de contar todo ante él y ante los demás y le dijo:
"Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad".

Después Milká entendió que faltaban las palabras de Jesús para, públicamente, certificar que ella efectivamente había sido curada. Así lo entendió cuando Jesús le dijo: "y queda curada de tu enfermedad".
Ella no se dio cuenta del alboroto que se produjo después, cuando llegaron de la casa de Jairo diciendo que su hija había muerto.
No tuvo tiempo para ello, porque se levantó y se abrió camino entre la muchedumbre con su corazón colmado de alegría.
Corrió a su casa para lavarse y presentarse ante los sacerdotes para que certificaran que ya había sanado de su enfermedad.
Por primera vez, después de muchos años se sentía mujer.
Su cuerpo, había vuelto a tomar un aire de prestancia, caminaba erguida por las calles.
Cambió todas sus ropas y se decía feliz:
¡Soy mujer!
¡He vuelto a ser mujer!
Después de una semana, al saber que se había marchado a la otra orilla del mar de Galilea, Milká salió en búsqueda de Jesús



















CURACIÓN DE UNA HEMORROÍSA

Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a él mucha gente; él estaba a la orilla del mar.
Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo y, al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia: "Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se cure y viva." Y, se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído todo lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía. " Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada". Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada del mal. Al instante, Jesús dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y preguntó: "¿Quién me ha tocado los vestidos?". Sus discípulos le contestaron: "Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?".- Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa y le contó toda la verdad. Él le dijo: "Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad".


Evangelio San Marcos 5,21 - 34

ZERAJÍAS

Zerajías
Era un día de reposo y el Templo tenía gran movimiento de peregrinos. La gran fiesta de las Tiendas se iniciaba ese día.
Dios, que había hablado a sus antepasados por Moisés, había mandado que el primer día debía haber una reunión sagrada donde, estaba estrictamente prohibido hacer cualquier tipo de trabajo. Eso mandaba la Ley.
Era otoño y se cosechaban los últimos frutos de la temporada y en todos los huertos se utilizaban chozas de ramas o Tiendas. Allí, aunque tuvieran casas sólidas; debían vivir todos los israelitas, para recordar los campamentos del pueblo en el desierto cuando salieron de la esclavitud de Egipto.
Era una fiesta muy popular.
Participaban todos sin distinción, los siervos junto a sus amos, incluso los forasteros tenían cabida en esa fiesta.
Duraba siete días y comenzaba el día quince del mes séptimo del calendario judío.
Iba al Templo mucha gente de campo que trabajaba durante esa temporada.
No eran, en su mayoría grandes personajes.
Era gente humilde, de escasos recursos, sin gran educación.
Ese día todos debían presentar los mejores frutos de los árboles
El ajetreo era enorme en los atrios del Templo. La gente era muy numerosa.
Se escuchaban cánticos muy alegres. Había licencia para festejar en grande en honor a Dios, a sus grandes proezas y a su infinita generosidad y bendiciones hacia el pueblo, por la tierra que les había entregado, por los frutos, por la abundancia.
Era un verdadero carnaval.
Ese día se dieron cita en los corazones de la muchedumbre, dos situaciones.
Una, era la fiesta, la alegría.
Otra, era la expectación, la curiosidad por la presencia de un hombre muy especial.
Había mucho alboroto a causa de un profeta que venía de la tierra de Galilea.
Se comentaba mucho acerca de él.
De sus milagros, de sus enseñanzas y doctrina.
Zerajías, había escuchado que hacía milagros.
A sus oídos había llegado el comentario que había sanado a muchos ciegos y, que tenía una doctrina distinta.
Sus padres, con quienes compartía una comida muy liviana, porque eran muy pobres, le habían advertido que tuviera cuidado con hacer comentarios acerca de ese Galileo.
La razón era muy simple.
El temor. El tremendo temor hacia los fariseos que, eran muy estrictos y exigían el cumplimiento de la Ley hasta en sus más pequeños detalles.
Eran ellos quienes le habían conseguido a su hijo, desde pequeño, un lugar cerca de la piscina de Siloé.
Sus padres estaban muy agradecidos de los Sumos Sacerdotes y de los integrantes del Sanedrín.
Zerajías, eso lo sabía muy bien.
Él, solo los escuchaba hablar y compartía sus enseñanzas.
Ellos eran buenos, pues siempre le daban una generosa limosna, sobretodo para esas Fiestas, porque algunos de ellos tenían grandes extensiones de tierra en la zona de Galilea.
Sabía que, en esos días recibiría algunas dracmas y denarios. Otros le darían parte de algún animal que no estaba en condiciones para ser sacrificado.
Zerajías tenía un espacio cerca de la Sinagoga de los Laberintos, a un costado del camino.

No siempre estaba en el mismo lugar. Era una gran ventaja en comparación al resto de los mendigos, cojos, paralíticos y ciegos que se ubicaban a muy temprana hora para solicitar una limosna en el camino a los peregrinos piadosos.
Se sentía bien. Seguro. Era su lugar, su espacio.
Los romanos nunca le molestaron, incluso un centurión; en siete ocasiones le había dado limosna bastante generosa.
No cuestionaba su vida. Siempre hacía lo mismo.
Estaba entregado a su suerte y a la voluntad de Dios.
Cuando adolescente, eso sí y fue la única vez; se rebeló contra su ceguera.
Nunca olvidará el castigo de sus padres.
Estuvo cuarenta días y cuarenta noches encerrado en su casa.
En su pequeña y estrecha casa.
Tuvo mucha suerte porque, de sus labios salieron palabras contra Dios que solo fueron escuchadas por sus padres.
Suerte porque el Cobrador de Impuestos que estaba allí, en esos momentos, no escuchó bien o no quiso escuchar las abominaciones contra su suerte.
Ese día, Zerajías no podía desplazarse demasiado.
Era día de reposo.
La Ley no se lo permitía.
Por ese motivo se quedó a la orilla del camino y, a no gran distancia de la piscina de Siloé.
Era media mañana, cuando sintió gritos y un mayor movimiento de gente.
Algo presentía. Estaba inquieto, ansioso, temeroso.
Ninguno de sus conocidos estaba lo suficientemente cerca para preguntar lo que estaba sucediendo.
Agudizó más el oído y sintió gente conversar.

Voces que, poco a poco se acercaban.
Giró su cuerpo en forma instintiva para escuchar mejor.
Ya estaban muy cerca.
Los sentía a unos pocos metros de él.
Se indignó.
Se sintió ofendido.
Sintió que se estaban burlando de sus padres.
Que enjuiciaban a sus ancianos y pobres padres.
De ellos hablaban.
De ellos y de él.
"Rabbí, ¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?"
Se revolvió en su duro asiento de piedra.
En sus manos temblorosas sostenía una delgada varilla que le ayudaba a espantar a los perros vagos.
Dentro de sí, nació el deseo de pararse y avanzar hacia las voces que estaban condenando a sus padres.
¿Quiénes eran ellos para decir que sus padres le habían concebido en pecado?
¿Quiénes para decir que él era hijo del pecado?
En su corazón el rencor y la indignación iban en aumento, cuando escuchó otro tipo de voz.
Era muy diferente. Quieta, profunda, pausada, recia.
Alcanzó escuchar "Luz del mundo" y después una frase que le calmó.
"Ni él pecó ni sus padres".
¿Quién es ése que habla así de mí?
¿Quién puede hablar de mí, con tanto conocimiento?
Luego hubo un silencio. Un gran silencio.
Sus oídos eran muy finos.
Ese silencio hirió sus tímpanos.
Escuchó que alguien se acercó.
No usaba sandalias, ni calzado alguno.
Él conocía muy bien quién se acercaba; si era hombre o mujer.

Si era rico o pobre. Si fariseo o levita. Si griego o romano.
Si herodiano o escriba.
Llevaba dieciocho años en el ejercicio de la mendicidad.
¡Dieciocho años!, escuchando y aprendiendo a descubrir quien era el dueño de tal o cual pisada.
¡Dieciocho años! de experiencia donde, incluso, por el ruido de las pisadas sabía la estatura y - en algunas ocasiones - el peso de las personas.
Estas pisadas eran distintas.
Pies descalzos.
Lo sintió muy próximo.
Cesó el ruido del roce de los pies con el suelo.
Sintió miedo, angustia.
Con su varilla buscó al cuerpo que sentía ante sí.
Lo tocó, a la altura de las rodillas.
¡Estaba allí!, a menos de medio metro de distancia.
Quiso gritar pero no pudo.
Todo su cuerpo estaba como petrificado, paralizado.
De pronto, sintió que el desconocido tocó los párpados de sus ojos.
Algo le puso. Su piel se adormeció.
El temor había invadido todo su ser.
El silencio era muy hiriente.
Temor, silencio, angustia, impotencia y calor.
Un intenso calor que comenzó a sentir en sus párpados.
Sentía que sus ojos se quemaban.
No podía reaccionar. No podía mover ni un solo músculo de su cuerpo.
Algo le puso el desconocido en sus párpados.
Algo que ardía, que quemaba.
No pudo ver que el desconocido había escupido en el suelo y, con su saliva había hecho barro y que, ese barro se lo había untado en sus párpados.
"¡Vete, lávate en la piscina de Siloé!"
No supo que pasó en ese entonces.
Era la voz de la misma persona que no condenó a sus padres, ni a él por ser ciego de nacimiento.
Todo su cuerpo estaba a punto de reventar.
La voz era segura, gruesa, fuerte, autoritaria.
¡Vete!
¡Lávate!
El ciego, no pudo resistir ante las dos órdenes.
La piscina de Siloé era un lugar emblemático, muy importante e histórico.
De esa piscina se sacaba el agua de las bendiciones durante la Fiesta.
No era el momento, ni día más adecuado para lavarse la cara.
La piscina, era el único lugar donde toda Jerusalén se abastecía de agua.
Era una obra del rey Ezequías, que había mandado construir un gran canal que venía desde la fuente de Guijón. El rey había reemplazado un antiguo y estrecho canal y había mandado construir otro más amplio y subterráneo para que todo su pueblo tuviera agua en abundancia.
¿Por qué debía ir a lavarse a la piscina?
¿Por qué justo allí?
¿Por qué en ese día tan especial?
El dolor y la quemazón en sus párpados eran terribles.
Se paró, extendió su mano derecha para que el desconocido le ayudara.
Él estaba allí. No había sentido sus pasos alejarse. Allí estaba en silencio.
Sintió una mano cálida y fuerte que le ayudó a levantarse.
¿Por qué a mí siempre me suceden estas cosas? - se preguntaba ya de pie.
¡Dios! Si has enviado un ángel para castigar mi rebelión cuando tenía apenas catorce años, ¿Por qué tardaste tanto?
¡Eso ya lo olvidé!.
¡Pagué mi pecado!
¡Dios!
¿No te basta con que haya nacido ciego?
El silencio hería sus oídos.
Los ojos cada vez le quemaban más.
La desesperación le hizo caminar en dirección a la piscina de Siloé.
"Él fue y se lavó".
Los cojos, mudos y sordos le observaban en silencio.
No sabían lo que le había sucedido a Zerajías.
Ellos le vieron venir, trastabillar, caerse para luego pararse.
¡La piscina!
¡La piscina!
Gritaba con desesperación: ¡La piscina!.
Algunos se burlaban de él, indicándole un camino equivocado y otros le orientaban gritándole:
¡A la derecha!
¡Un poco más a la izquierda!
¡Bien! ¡Bien!
Allí la tenía, con sus aguas frescas y limpias.
Era el agua de la bendición.
Se agachó y con desesperación, llevó sus dos manos llenas del salvador líquido a sus ojos, que estaban a punto de estallar.
Una, dos, tres, no supo cuántas veces llevó sus manos al rostro para refrescarse de tan grande escozor.
Instintivamente abrió los ojos.
Lo que pasó con ese mendigo, ciego de nacimiento, solo él lo supo.
Pensaba que el dolor le había enloquecido.
Que el ángel del Señor le había vuelto loco.
Pensaba que se estaba imaginando colores.
Un color blanco que le hacía cerrar con temor sus ojos.
Un blanco muy intenso.
Ya no sentía el ardor, el fuego en sus ojos.
Sentía dolor de luz.
Le dolía abrir sus ojos.
Poco a poco la luz blanca fue tomando color.
Comenzó a ver figuras.
Figuras que se movían.
Figuras que tenían colores, tamaño.
Unas más cerca y otras más lejos.
Levantó sus manos a la altura de los ojos.
No lo podía creer.
Movió sus dedos, abriendo y cerrando sus puños.
No era demencia.
No era castigo del ángel del Señor.
¡Era verdad!.
Veía.
¡Podía ver!.
¡Puedo ver! ¡Puedo ver!
Gritaba, fuera de sí.
Se arrojó al suelo bendiciendo y alabando a Dios.
¡Puedo ver! ¡Veo!
¡Los veo!
Nunca había visto antes.
Había nacido ciego.
No sabía de colores.
No conocía sus nombres.
Allí los tenía.
El verde, el rojo, el café, el azul del cielo, el blanco de las nubes que se movían bajo el cielo otoñal.
Pudo ver el color de sus hermanos de raza.
Pudo ver su ropa. Sucia y mojada.
Pudo ver el color de su piel, de sus manos.
¡Puedo ver!
¡Miren! ¡Puedo ver!
Muchos se acercaron al escuchar los gritos y grandes voces que lanzaba el mendigo ciego.
Se preguntaban entre sí:
"¿No es éste el que se sentaba a mendigar?"
Las opiniones estaban divididas
"Es él" - decían unos
"No, es uno que se le parece" - decían otros.
Le dolía la cabeza.
Estaba mareado.
Caminaba como un borracho.
Había olvidado el delgado leño, que le servía para averiguar si iba por un buen camino para no tropezar y espantar los perros vagos.
No lo necesitaba.
Caminaba sin apoyo.
Sin ayuda de otros.
Transcurrió un buen tiempo desde que se lavó la cara en la piscina.
Los curiosos le rodeaban en silencio.
Les miraba, con los ojos llenos de lágrimas, a causa del esfuerzo que tenía que hacer para poder ver bien.
La luz del día, le causaba dolor.
Rafú y Sodí, eran mendigos como él.
Rafú sufría de parálisis en ambas piernas y vivía cerca de la familia de Zerajías.
Lo conocía desde pequeño.
Sodí, tenía las manos pegadas y no las podía abrir.
Ambos conocían a Zerajías desde pequeño.
Ellos, desde su lugar le llamaron:
¡Zerajías!
¡Zerajías!
¡Somos Rafú y Sodí!
Zerajías se acercó y les abrazó muy fuerte.
Les dio el beso de saludo y bendición en cada mejilla.
¿Qué conversaron?
De muchas cosas y acontecimientos. De sus experiencias.
De todo lo que le había sucedido a Zerajías.
Sus amigos le contaron como gritaba y como caminaba hacia las aguas de la piscina. Reían, ahora, de lo que había pasado.
Allí supo que el desconocido que le había enviado a la piscina y que le había dado la vista, era el Galileo llamado Jesús.
Sus amigos le contaron muchas cosas portentosas de Jesús.
La muchedumbre agolpada a su alrededor, les miraba.
Les escuchaba reír y bendecir a Dios.
Isacar, Elyasaf y Ajirá que eran vecinos de la familia de Zerajías, se acercaron a una distancia prudente.
Ajirá, le preguntó en voz alta:
¿No eras tú el ciego de nacimiento que se sentaba a mendigar?
Zerajías, se dio vuelta y poniéndose de pie le contestó:
¡"Soy el mismo"
Si tú eres el mismo. ¿"Cómo, pues, te han abierto los ojos?"
Zerajías guardó silencio.
Tenía temor.
Ya podía ver, entonces ¿Para qué complicarse la vida diciendo que había sido Jesús quien le había sanado? ¿Para qué callar que Jesús había hecho barro y que se los había puesto en sus ojos y, que le había mandado a lavarse en la piscina?
Dijo la verdad.
No podía resistir a decir y contar lo que había sucedido con él.
"Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo":
"Vete a Siloé y lávate".
"Yo fui, me lavé y puedo ver"
Ellos no querían dar razón a sus palabras y le preguntaron:
"¿Dónde está ése?"
"No lo sé - respondió".
Zerajías, los miraba sin comprender nada.
Él no sabía de miradas.
No sabía, aún distinguir una mirada incrédula de una crédula.
Una mirada llena de odio a una cargada de ternura.
No sabía de miradas de admiración.
No sabía de miradas enlodadas de envidia.
Él estaba aprendiendo a mirar.
Le faltaba mucho aún por conocer las miradas de los hombres.
No sabía interpretar un ceño fruncido, de uno relajado y sonriente.
No sabía si una mirada confirmaba una mentira, o una actitud veraz.
Él solo veía en los demás miradas de admiración, porque él estaba y se sentía admirado de cuánto veía.
Sus ojos, ellos así lo veían, solo expresaban inquietud, temor, gozo, ansiedad y asombro.
En un momento de lucidez, pensó en sus padres.
Quiso correr donde ellos que, seguramente estaban en su casa. Pero la dura realidad lo hizo detener.
No sabía dónde vivía.
No sabía cómo llegar a su casa.
Nunca había visto el camino.
Cuando no veía, sabía cómo llegar.
Se conocía los altos y bajos del camino de memoria.
Ahora no podía ir porque, simplemente, no sabía qué camino tomar.

Miraba desorientado.
No sabía dónde ir.
De pronto, dos de los muchos que le habían observado e interrogado, lo asieron bajo sus axilas y lo llevaron donde los fariseos.
Ellos no podían aceptar, por prescripción de la Ley que, el hombre venido desde Galilea, hubiese realizado un milagro en un día sábado.
El trayecto no fue largo.
Mientras era conducido, se dio cuenta que había muchos mendigos sentados en la orilla del camino. Muchos, que tenían sus manos extendidas, esperando una limosna. Muchos, que gemían pidiendo misericordia y una moneda para poder comer.
Allí los pudo conocer.
Eran de voz pausada, mirada profunda.
Miraban de medio lado.
Usaban largas túnicas de vistosos colores.
Unos eran delgados y otros gordos.
Casi todos usaban una barba larga que les daba más autoridad.
Le dejaron frente a ellos.
Sintió el peso de sus miradas.
Las dos personas que lo condujeron hacia ellos, le contaron su versión de lo que había pasado. Que se había lavado en la piscina de Siloé y que según el testimonio del mendigo, había sido Jesús, que venía de Galilea, el causante de que el mendigo ciego estuviera viendo.
Los fariseos le pidieron que explicara todo lo que había sucedido.
Querían escuchar la versión del mendigo.
Zerajías, los pudo reconocer por su voz.
El más gordo es el dueño de tierras en la región de Galilea.
El delgado, que estaba en el otro extremo, es el que le había dado autorización para que pudiera sentarse cerca de la piscina y para que pudiera sentarse en otros lugares en la proximidad del atrio del Templo.
El más viejo y anciano es el que, a los doce años, le había invitado a la sinagoga. A un lugar especial - porque era ciego - cerca de las mujeres que no tenían acceso al lugar de la asamblea.
La pregunta le hizo volver a la realidad.
¿Cómo puedes ver ahora si eras ciego de nacimiento?
Lleno de temor, les miró con sus ojos enrojecidos por el esfuerzo y por la luz que - en un principio blanca y ahora vestida de muchos colores - le causaba mucho dolor de cabeza.
"Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo" - contestó.
No mencionó el nombre de Jesús, porque sabía muy bien a lo que se exponía y a lo que exponía a sus ancianos padres.
Había escuchado que lo querían matar.
Que las cosas que decía eran muy fuertes. Sabía que, a los fariseos les había dicho cosas tremendas, que los había tratado de "sepulcros blanqueados", que les había dicho "hipócritas".
Sabía que el Galileo había faltado a la Ley, porque había realizado varios milagros en un día sábado.
Le habían contado que comía con prostitutas y pecadores. Que se juntaba con gente de mala ley.
Sabía que, un pescador de nombre Pedro, un hombre muy recio y fanfarrón era su mano derecha. Que Pedro, el pescador no dejaba que nadie se acercara a Jesús y que, incluso, había impedido que varios niños se acercaran a Él porque querían escucharle. Que Jesús se había molestado y que les había dicho "Dejen que los niños se acerquen a mí".
Se recordó de las palabras de sus ancianos padres: cuídate de hacer comentarios de ese hombre, por eso, nada dijo acerca de quien le había mandado a lavarse a la piscina de Siloé.
Los fariseos se apartaron un poco para conversar, mientras Zerajías quedó parado, solo, tratando de escuchar los murmullos de los fariseos que en un pequeño círculo deliberaban entre sí.
Les costó ponerse de acuerdo, porque hablaron durante un buen tiempo y hacían gestos evidentes de enojo.
Sintió un nudo en la garganta cuando les vio venir nuevamente hacia él.
Sus labios los tenía partidos por lo seco que estaban.
Los fariseos se sentaron frente a él.
Fue allí que, Zerajías, aprovechó la oportunidad de dirigirse al más anciano - el que le había invitado a la sinagoga - para que un siervo le diera un poco de agua.
El fariseo accedió y el siervo le alcanzó una copa con agua.
Un fariseo, a quien nunca había escuchado su voz le preguntó:
"¿Y, qué dices tú de él, ya que te ha abierto los ojos?"
Era le pregunta que esperaba.
La pregunta que él, temía se le hiciera.
Hablar de Jesús.
Las palabras de sus padres volvieron a hacerle sentir temor hacia los fariseos y por las consecuencias de hablar.
"Cuídate de hacer comentarios de ese hombre".
"¿Qué dices tú de él?
La pregunta, ahora, fue dicha con voz recia, inquisidora, solemne, autoritaria.
Sus manos estaban enredadas en su gastada, pobre y sucia túnica.
Las tenía mojadas por la transpiración nerviosa y ansiosa.
Sentía sus piernas flaquear.
Cerró los ojos y tragando saliva dijo en voz baja lleno de temor:
"Que es un profeta"
Había encontrado la palabra y respuesta adecuada.
No dijo Mesías, como muchos andaban diciendo por ahí.
No dijo que era el enviado de Dios.
No dijo que, según le habían comentado, en ese hombre se cumplían todas las profecías, acordándose que le habían contado lo que había pasado en una sinagoga en Nazaret cuando había leído un texto del profeta Isaías y, que lo habían llevado a una quebrada para lanzarlo al vacío.
Dijo, simplemente que, era un profeta.
Pudo ver sus rostros y sus miradas.
No sabía exactamente qué había dicho ni, el alcance de su respuesta.
Se dio cuenta que, no cuestionaban sus palabras acerca de lo que él pensaba de Jesús que había hecho grandes obras en la tierra de Galilea.
Ellos no creían que era ciego de nacimiento.
Se dio cuenta, al salir del tribunal que, ellos pensaban que él era una persona que estaba actuando, para que los demás creyeran que Jesús tenía poder para dar la vista a los ciegos. Que tenía poder de Dios para hacer milagros.
Eso le dejó más tranquilo.
Así y todo quedó con una incertidumbre porque, los fariseos del tribunal le dijeron:
¡No te alejes de la ciudad, porque te volveremos a llamar!.
Le dio gusto salir del Tribunal por sus propios medios.
El bajar sólo las largas escalinatas para llegar al camino, se sintió desorientado.
No sabía dónde ir.
Sodí, su vecino le vio salir del Tribunal y le llamó:
¡Zerajías! ¡Zerajías!
¿Qué pasó? ¿Por qué te trajeron acá?
¿Qué te preguntaron?
¿Querían verificar que ahora sí puedes ver?
¿Te felicitaron porque ya no eres ciego?
¿Certificaron tu sanación?
¡Cuántas preguntas le hizo Sodí a Zerajías!
Por respuesta, solo tuvo un silencio y una mirada perdida.
Los párpados de Zerajías, estaban terriblemente hinchados y enrojecidos.
¡Por favor! - le suplicó - ¡Llévame a casa de mis padres!
Sodí, le condujo por un costado del Templo y salieron al exterior por la Puerta Hermosa.
Zerajías, no estaba en condiciones de maravillarse de la construcción del Templo, de su magnificencia ni de la construcción del pórtico de Salomón, cuando salió al exterior y cruzó el atrio de los gentiles para salir por la puerta doble y bajar para pasar junto a la Sinagoga de los Laberintos y nuevamente por la piscina de Siloé.
Fue conducido por varias calles angostas llenas de gente.
Faltaba poco para la hora nona (eran las dos de la tarde) cuando Zerajías cruzó por primera vez el umbral de su estrecha casa.
Su madre, llevó ambas manos a su cara de la tremenda impresión al verle vidente y se recostó, porque su vista se nubló y sus débiles y delgadas piernas sucumbieron ante el peso de ese frágil y delgado cuerpo.
Allí quedó Tirsá, con su rostro de piel arrugada y suelta de un color ambarino.
Zerajías, con sus ojos llenos de lágrimas, contemplaba el rostro de su madre.
Lo conocía porque desde pequeño lo había acariciado. Sabía cuántas arrugas tenía. Conocía la cicatriz de la frente y la del mentón. Las conocía porque sus dedos, desde que era pequeño, las habían tocado. Sabía el por qué y el cuándo se las había hecho.
Pero, el mirar el rostro de su madre, de su anciana madre; era otra cosa.
Las lágrimas que caían de sus ojos, eran:
Lágrimas de ternura.
Lágrimas de cariño.
Lágrimas de gratitud.
Lágrimas de admiración.
La contemplaba en silencio.
Acercó sus manos, poco a poco, a ese bendito rostro surcado por el viento, los cambios de estaciones, las constantes mudanzas en busca de una vida mejor.
Se acercó a ese rostro del cual compartía una nariz similar, unos labios delgados y unas cejas muy símiles.
Acarició el cabello blanco que asomaba bajo el velo. Descubrió su cabellera y acercándose aún más, besó muy tierno la frente.
Con ambas manos tomó cuidadosamente la cara de su madre.
Una de las tantas lágrimas de gratitud, de ternura, cariño y admiración cayó sobre la mejilla derecha de la anciana mujer.
Fue un golpe húmedo, refrescante, revitalizador.
La lágrima, golpeó el rostro de la mujer y tuvo un efecto singular - así lo imaginó Zerajías - porque en esos instantes ella recobró su lucidez.
La mirada de una mujer anciana, se cruzó con la mirada de un hijo ansioso.
Ella nunca lo había visto con sus ojos abiertos.
Sus grandes y redondos ojos negros abiertos.
Incorporándose, cogió a su hijo por la cabellera y lo atrajo hacia su pecho.
¡Hijo! ¡Hijo!
¿Quién te lo hizo?
¿Fue el Galileo?
Él asintió en silencio.
¡Hijo mío!
¿Qué harás ahora? ¿Dónde irás?
¡Pensarán que eres uno de ellos!
¿Lo saben los sacerdotes?
Zerajías, tratando de calmar a su anciana madre, le contó todo lo que le había pasado. De cómo Jesús había hecho barro, que se lo había puesto en sus ojos y le había dicho que se fuera a lavar en la piscina de Siloé.
Le contó que lo habían llevado al tribunal y que no le creían.
¡Madre! Cuando me preguntaron qué pensaba yo de él, sólo dije que era un profeta y nada más.
Debo irme porque sé que me buscarán.
Ellos quieren que yo diga que todo es falso.
Ellos quieren que diga que el tal Jesús es un falso profeta.
Un falso Mesías. Eso quieren que diga.
¡Hijo!
¡Piensa en nosotros!
¡Ahora nos puedes ver!
¡Ambos somos ancianos!
¿Dónde iremos?, ¿Dónde?
Su padre, interrumpió el encuentro con su llegada nerviosa y desordenada.
¡Tirsá! ¡Tirsá! - llamó desde la puerta.
¿Has visto a Zerajías?
¿Sabes lo que dicen de nuestro hijo?
¡Padre! ¡Aquí estoy! - respondió Zerajías.
Ambos se confundieron en un estrecho abrazo.
Nada se dijeron.
Se tomaron de los hombros y se quedaron mirando.
También era la primera vez.
Por primera vez contemplaba el rostro de su padre.
Después de un largo silencio su padre le dijo: ¡Quieren que nosotros vayamos al tribunal!
¡Nada malo hemos hecho a los ojos del Señor!
¡Vayamos pues! - dijo la anciana mujer.





Al día siguiente, los ancianos padres de Zerajías fueron citados al tribunal.
El viernes nada podían hacer los fariseos y el día siguiente estarían muy ocupados en las fiestas. Ellos debían velar que todo se hiciera conforme a la Ley.
Zerajías asistió junto a sus padres pues, era él la parte importante. Sabía que él era la prueba para que, ellos pudieron condenar a Jesús porque había transgredido y burlado la Ley.
Ellos le preguntaron:
"¿Es éste vuestro hijo, el que dicen que nació ciego?
"¿Cómo, pues, ve ahora?
Los ancianos temblaban.
La amenaza de ser expulsados de la sinagoga, la podían cumplir en ellos.
Ser expulsados en plena fiesta de Las Tiendas sería un castigo muy duro y terrible.
La expulsión, les dejaba sin seguridad.
Serían hijos de Israel pero "sin credencial".
Ser expulsados de la sinagoga, era quedar sin la posibilidad de escuchar la Thorá, sin la posibilidad de acudir a las grandes fiestas, sin la posibilidad de asistir al Templo.
Serían pasto de los romanos.
Tratados como esclavos.
No podían reconocer a Jesús como el Cristo.
Ambos se miraron. Sabían que su hijo estaba afuera, bajo custodia.
Ellos sabían que Zerajías no se quedaría callado, que era un hombre y que tenía posibilidad de defenderse.
Sabían que su hijo les había aconsejado que no se involucraran en su problema, que se mantuvieran alejado de todo ese lío.
Contra su voluntad, el padre de Zerajías, dio un paso adelante y contestó:
"Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quien le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Edad tiene; puede darse cuenta de sí mismo"
Ellos se sentían muy mal.
Habían actuado contra natura.
Habían traicionado, dado vuelta las espaldas a su hijo.
Allí estaba Ajimán, de pie, más atrás, Tirsá, envuelta con un riguroso velo.
Habían sellado la suerte de su hijo.
Él, ahora, estaba en las manos de Dios.
Los fariseos dieron la orden que ellos salieran de la sala y, que nada hablaran con su hijo que esperaba su turno afuera.
Zerajías, les vio salir con sus caras demacradas.
Quiso ir donde ellos pero, los guardias le tomaron muy fuerte de sus brazos.
¿Qué había pasado con sus padres?
De sus negros y, aún enrojecidos ojos brotaron lágrimas de impotencia, de rabia. Sus puños los había cerrado fuerte, hasta herirse las palmas de las manos con sus gruesas uñas.
Les vio salir del tribunal y sentarse junto al camino.
Ambos estaban encorvados, los sintió más viejos aún.
Le llamaron ante el tribunal.
Ingresó a la sala con paso decidido. Se sentía seguro, tranquilo.
Sus manos aún estaban empuñadas cuando, el que presidía el tribunal le dijo con voz gruesa y solemne:
"Da gloria a Dios"
Se asustó.
Sabía que, lo que le pedían, era decir la verdad en nombre de Dios, que cualquier mentira ofendería la majestad divina.
Dar gloria a Dios era decir la verdad para alabar y bendecir el nombre de Dios. Era dar honra a su Santo Nombre.
Enseguida escuchó toda una serie de acusaciones contra Jesús.
La conclusión de ellos era lapidaria.
Sintió, por primera vez aversión hacia los fariseos.
Aversión por su ceguera, por su odiosidad contra Jesús.
Ellos no entendían razones, no querían ver la realidad.
Conservaban en sus corazones una rabia y furia contra Jesús, porque les había dicho que eran hipócritas, porque había dicho a la gente que, hicieran todo lo que ellos mandaban pero, que no hicieran lo que ellos practican.
Ellos, sin juicios previos se creían dueños de la verdad.
Lo que ellos pensaban de Jesús, se lo dijeron claro:
"Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador"
Zerajías se jugaba la vida. Pensaba:
Si le digo que sí, tendré que desmentir que Él fue quien me dio la vista.
¡No!
Ellos me pidieron que dijera la verdad para honrar a Dios.
¡A Dios honraré!
Y, les dijo:
"Si es un pecador, no lo sé".
"Sólo sé una cosa: que era ciego y, ahora veo".
Ellos volvieron al ataque:
"¿Qué hizo, entonces, contigo?"
"¿Cómo te abrió los ojos?"
Zerajías, tenía la imagen de sus padres al salir de allí, con sus rostros sombríos.
Y, lleno de enojo les encaró diciéndoles:
"¡Eso ya se los he dicho y no me han escuchado!"
"¿Por qué quieren oírlo otra vez?"
¡Ustedes! "¿Quieren hacerse discípulos suyos?"
Su voz sonó fuerte, desafiante, agresiva.
Eso, colmó a los hombres que, buscaban por todos los medios encontrar una justificación a su odio contra Jesús.
Ellos se pararon, sus rostros estaban rojos de ira y alzando su voz "le llenaron de injurias", le humillaron:
¡Tú, que naciste en pecado! ¿Vienes a darnos lecciones?
¡Tú, que siempre has sido ciego y nada sabes de las Escrituras porque no sabes leer! ¿Tienes la osadía de decirnos que estamos equivocados?
¡Eres un pobre mendigo!
¡Sí! - le dijo el fariseo que le había dado generosas limosnas.-
Has comido estos años, gracias a nuestra generosidad y limosna.
¡Claro! Ahora que puedes ver, crees que eres el dueño de la verdad.
¡Eres dueño de una mentira!
¡En ése hombre solo hay engaños y mentiras!
¡Reconoce, en nombre de Dios que, ese hombre burló la Ley!
¡Reconócelo!, así te salvarás.
"¡Nosotros somos discípulos de Moisés!"
"¡Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios!"
¡Sí! - dijo el más delgado, cubierto de una túnica que más perecía prestada de otro más gordo y grande.
Nosotros, no sabemos de dónde viene ni de dónde es ese tipo.
Zerajías, les escuchaba en silencio.
Ya no tenía temor. Tenía rabia, se sentía intérprete de muchos.
Por eso, cuando ellos se cansaron de agredirle, insultarle, humillarle e injuriarle, les respondió diciendo:
"Eso es lo extraño: que ustedes no sepan de dónde es y, que me haya abierto los ojos."
Tanto ustedes, como yo "sabemos que Dios no escucha a los pecadores". Sabemos que Dios escucha al que "cumple su voluntad".
Si Jesús "no viniera de Dios, no podría hacer nada"
Zerajías, ya no pudo decir algo más grave en su contra.
Dijo y reconoció ante ellos, que Jesús venía de Dios.
Él mismo se había expulsado de la sinagoga.
Lo tenía muy claro.
Esa realidad no se hizo esperar.
Con la solemnidad de la ocasión y, con la rabia contenida de los fariseos, fue expulsado de la sinagoga.
Era el tercer día de las fiestas de Las Tiendas.
Fue a casa de sus padres y no les encontró.
Habían viajado fuera de la ciudad, a casa de unos primos de su padre.
Es mejor así - pensó para sí.
Todos lo sabían. Había sido expulsado de la sinagoga.
Sus amigos, le recomendaban que reconociese que Jesús no tenía poder de parte de Dios, que era un pecador, que había pasado a llevar el sábado.
Solo así podía reintegrarse a la sinagoga.
Estaba deprimido.
Sus amigos le saludaban de lejos, en forma muy disimulada.
Nadie se acercaba a él, por temor a los fariseos.
La angustia, la pena, el llanto eran su comida.
Todos estaban alegres por las fiestas y, él sólo se atrevía a salir por las tardes, cuando ya caía la noche o muy temprano por las mañanas.
Así transcurrieron dos días más.
Buscaba a Jesús.
Quería conocerle.
Nadie le daba información de él.
Fue Jesús, quien se enteró que lo habían expulsado de la sinagoga y, salió en su búsqueda.

Zerajías, tenía que enfrentar la vida.
Su calidad de mendigo la había perdido.
Ahora, era un don nadie.
La temporada de la cosecha había terminado.
No sabía ningún oficio.
No sabía de pastoreo.
No sabía carpintería.
No sabía nada de construcción.
Solo sabía sentarse y estirar la mano para pedir una limosna.
Ese era su oficio.
De pronto se encontró que era nadie, teniendo vista.
Sin amigos, sin padres, sin oficio, sin raza ni destino.
¡Soy un maldito! ¡Un maldito de Dios! - se decía.
¡Me iré de aquí! ¡Buscaré otro lugar donde vivir!
¡Tendré que empezar todo como si recién hubiera nacido!
¿Por qué? ¿Por qué tuvo que darme la vista?
Las estrechas calles llenas de gente, le apretaban.
No gozaba el conocer su ciudad.
Cubría bien su rostro para no ser reconocido.
La música, los cantos y los bailes en corro, ahora, los detestaba.
Se fue a sentar cerca de la sinagoga.
La miraba con nostalgia. No podía entrar.
Veía cómo sus hermanos de raza acudían a ella.
Solo podía verlos, de lejos.
Allí estaba, botado en el camino.
Con su cara escondida en medio de sus rodillas flectadas.
Sus ojos los había cerrado.
Pensaba, qué hacer...






Su audición la conservaba intacta. Era agudísima.
Sintió unas pisadas suaves que se acercaron por detrás.
Levantó la vista y girando un poco su cuerpo, vio un par de pies descalzos que se habían detenido muy cerca de él.
Un presentimiento le hizo levantar aún más su mirada.
Tenía ante sí a un hombre relativamente alto.
Vestía una túnica de una sola pieza de color casi blanco.
Tenía barba y su rostro era mas bien delgado.
Se encontró con un par de ojos, de una mirada profunda, cálida, acogedora, cariñosa.
Era un forastero. No le conocía. Su vestimenta así lo indicaba.
Al escuchar la pregunta que le hizo, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
"¿Tú, crees en el Hijo del Hombre?"
Guardó silencio. Pensó en el contenido de la pregunta.
Le preguntaba si creía en el Mesías, en el Salvador.
Pensó que, ese forastero venía de parte de Jesús, el que le había quitado su ceguera.
Sin poder controlar su curiosidad le dijo:
"¿Y quién es, Señor, para que crea en él?"
El forastero le dijo:
"Le has visto; el que está hablando contigo, ése es"
Entonces, el corazón de Zerajías dio un brinco, a causa del flujo de sangre que de pronto había llegado a él.
Estaba ante Jesús. ¡Era Jesús!
¡Lo tenía allí, ante sus ojos!
Le volvió a mirar. Él estaba parado y seguía observándole.
El sol lo tenía a sus espaldas y sus rayos envolvían su silueta, destacando aún más su porte, su magnificencia, la autoridad de sus palabras.
Se incorporó, paseó su vista y vio cómo varios fariseos se acercaban a mirar.
Jesús, volvió a repetir su pregunta:
"Tú, ¿crees en el Hijo del Hombre?"
¿Por qué había vuelto?
¿Qué quería de él?
¡Si solo le había causado problemas!
¿Por qué estaba nuevamente allí?
Jesús le miraba. Esperaba una respuesta.
No le presionó. Nada hizo, solo allí estaba.
Entonces, desde su corazón brotó la respuesta.
No la pensó.
Simplemente, salió de su profundidad.
Le reconoció como el Mesías.
"¡Creo, Señor!"
"Y, se postró ante él".
Se produjo una discusión entre los fariseos que estaban allí.
Alcanzó a escuchar que decían:
Tiene un demonio y está loco
¿Por qué lo escuchan?
Se incorporó y, mirando por última vez en dirección a la sinagoga y, a los fariseos que con sus gestos y miradas le condenaban, siguió tras Jesús.
Había avanzado unos diez pasos, cuando se volvió y les dijo gritando:
¡Estas cosas no son de un endemoniado!
¡Escuchen bien!
¡Los ciegos son ustedes!
¿Puede acaso un demonio abrir los ojos de los ciegos?
¿Puede?
Zerajías alcanzó a Jesús y, comenzó a caminar a su lado.


CURACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO

Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos:
"Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?".
Respondió Jesús:
"Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios".
Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar.
Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.
Dicho esto escupió en tierra, hizo barro con la saliva y, puso el barro sobre los ojos del ciego y le dijo:
"Vete, lávate en la piscina de Siloé".
Él fue, se lavó y volvió ya viendo.
Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían:
"¿No es éste el que se sentaba para mendigar?".
"Es él", decían unos.
"No, decían otros, sino que es uno que se le parece".
Pero él decía: "Soy el mismo".
Le dijeron entonces: "¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?".
El respondió:
"Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: Vete a Siloé a lavarte.
Yo fui, me lavé y vi."
Ellos le dijeron: "¿Dónde está ese?".
Él respondió: "No lo sé"
Llevan al que antes era ciego donde los fariseos. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista.

Él les dijo: "Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo".
Algunos fariseos le decían. :
"Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado"
Pero, ¿cómo puede un pecador - replicaban otros - realizar semejantes señales?".
Y no se ponían de acuerdo.
Entonces le dicen otra vez al ciego:
"¿Y qué dices tú de él, ya que te ha abierto los ojos?"
Él respondió:
"Que es un profeta"
No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego y hubiera llegado a ver hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
"¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego?" ¿"Cómo, pues, ve ahora?".
Sus padres respondieron:
"Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, como ve ahora, no lo sabemos, ni quien le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Edad tiene, puede dar cuenta de sí mismo".
Sus padres hablaban así por miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: "Edad tiene, preguntádselo a él".
Le llamaron los judíos por segunda vez y le dijeron:
"Da Gloria a Dios".
Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador".
"Si es un pecador, respondió, no lo sé.
Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo."
Le dijeron entonces:
¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?".
Él replicó:
"Os lo he dicho ya y, no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es que queréis también vosotros haceros discípulos suyos?".
Ellos le llenaron de injurias y le dijeron:
"Tú, eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero eso, no sabemos de dónde es".
El hombre les respondió:
"Eso es lo extraño, que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; más, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada".
Ellos le respondieron:
"Has nacido todo en pecado ¿y tú nos vas a dar lecciones?. Y le expulsaron.
Jesús se enteró que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo:
"¿Tú, crees en el Hijo del hombre?".
Él respondió: "¿Y, quién es, Señor, para creer en él?".
Jesús le dijo:
"Le has visto; el que está hablando contigo, ése es".
Él entonces dijo:
"Creo, Señor"
Y, se postró ante Él........"






(Evangelio de San Juan 9,1-38)