miércoles, 12 de septiembre de 2007

LÁZARO

Nueve meses habían transcurrido desde que volvió nuevamente a la vida.
Nueve meses de inciertos, presiones, miedos y de vida clandestina.
¿Por qué quiso, Él, que su vida se prolongara?
¿Cuál fue la ganancia para él?
Antes caminaba por toda la ciudad en forma libre y despreocupada, no tenía que dar explicaciones ni – como ahora – andar escondiéndose.
Lázaro estaba sentado en su pieza, recitando y orando con los salmos para sobrellevar esos momentos tan críticos de su vida.
Conoció a Jesús por medio de sus hermanas Marta y María que lo invitaron a comer a su casa.
Aún recuerda y no olvida la calidez y delicadeza con que les trató.
Jesús era todo un personaje.
Muchos querían estar junto a él, escucharle, pedir que sanara a un familiar enfermo, que le solucionara un problema.
Todos le seguían, le buscaban y amaban. Además, otros deseaban verle muerto, silenciar su voz llena de autoridad.
El primer día que fue a su casa - que era muy amplia - se hizo pequeña por la cantidad de gente que se reunió en el patio para escuchar y mirar lo que Jesús decía o hacía.
En la segunda oportunidad se alojó en casa por la noche.
Recuerda lo cansado que estaba.
Sus pies los tenía hinchados por las largas caminatas y su rostro – que denunciaba la presión y las pocas horas de descanso - estaba más delgado.
Su mirada, profunda y serena no había perdido la paz pero, sus ojos oscuros estaban sobre dos ojeras que señalaban la fatiga, la falta de sueño, el acoso de la gente.
Había estado en la ciudad de Jerusalén donde tuvo una serie de discusiones con los fariseos, los saduceos y herodianos que le habían formulado preguntas capciosas, llenas de mala intención para poder acusarle y decir que estaba enseñando una doctrina fuera de la Ley y así tener argumentos para condenarle.
Recordaba que sus hermanas no podían entender, cómo los fariseos se habían puesto de acuerdo con los herodianos - porque entre ellos no se podían ver ni reconciliar - para preguntarle si era lícito o no pagarle el impuesto al César. (1)
Cerrando los ojos, traía al presente las risas y admiración de sus hermanas por el Maestro y por la respuesta que Él les había dado.
Era una situación muy difícil pues, si Jesús encontraba la razón a los herodianos, es decir; si decía que se debía pagar el impuesto al César, significaba que lo reconocía como dios contraviniendo toda la Ley de Moisés y la voluntad de Dios en su mandamiento "Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu ser..." o lo que Dios había manifestado a través de los patriarcas y profetas "Yo soy tu único Dios, no tendrás otro Dios fuera de mí"; sería condenado y declarado reo de muerte.

(1) Evangelio San Marcos 12, 13 – 17

Si encontraba la razón a los fariseos, estaría en franca oposición con el sistema político romano y sería acusado de estar en contra del César y sus dictámenes, de no reconocer su autoridad, acusado de ser un instigador en contra del César y su imperio.
Recuerda cómo sus hermanas reían y repetían una y otra vez la respuesta de Jesús, a la que le habían puesto una melodía muy antigua que hacía burla de los enemigos del pueblo de Israel "Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".
En su memoria visual y auditiva, aún tenía las miradas, comentarios y risas de sus hermanas, cuando comentaban la pregunta que hicieron los saduceos sobre la resurrección.
Condenaban la mala intención que tuvieron para reunirse y ponerse de acuerdo en una pregunta y, lo más difícil de creer era – para ellas – imaginárselos conversando y preguntando sobre la resurrección de los muertos, pues los saduceos atacaban y ridiculizaban a los fariseos que en sus cátedras enseñaban la resurrección de los muertos, cosa imposible de aceptar por la secta sadusaica. (2)
(2) Marcos 12, 18
Sus hermanas comentaban y seguían admirándose por la hipocresía y cinismo de esos hombres cuando comenzaron diciéndole "Maestro", cuando ellos andaban gritando en las sinagogas y en el Sanedrín que Jesús era un mentiroso, que no venía de parte de Dios porque transgredía el sábado.
Recordaba y se imaginaba a Jesús escuchando y mirando a esos hombres que le reconocían en forma hipócrita como Maestro y que, además, reconocían que sus palabras eran ciertas y que enseñaba con la verdad.
El caso que tuvo que resolver, era que un hombre se había casado y enviudado siete veces y, que las seis nuevas nupcias las tuvo con las hermanas menores de su primera esposa. Después que ellos expusieron el caso le preguntaron diciéndole "sabemos que existe la resurrección de los muertos" ¿con cuál de las esposas se quedará el hombre en día de la resurrección?
Al recordar ese episodio de la vida de Jesús, un escalofrío recorrió su encorvada espalda.



Nueve meses atrás, él había muerto y había sido depositado en la sepultura familiar.
Sus manos, al evocar ese momento tan extraño de su vida, comenzaron a temblar.
El temblor no lo podía controlar.
Recordaba los días previos a su muerte, como algo que había sucedido horas antes.
Estaba postrado en cama con alta temperatura más de cinco días.
Sus labios los tenía rotos por la sequedad de su cuerpo a causa de la fiebre.

Sus hermanas - las recordaba - lloraban y a cada momento salían a la puerta de la casa para ver si Jesús venía, pues le habían mandado a llamar para que sanara a su hermano a quien Él tanto quería.
Recordaba haber visto en visiones a sus ancianos padres, haber recordado su iniciación en la sinagoga a los catorce años y que ese día memorable, haber tenido que leer el rollo del libro del profeta Amós.
Que su madre, miraba desde el lugar asignado a las mujeres dentro de la sinagoga y que su padre estaba sentado en la segunda fila observándole con orgullo.
Sin saber cómo ni cuándo se quedó dormido y entró en el reposo del Señor, en el Sabbat.
Del resto del ajetreo; llantos, comentarios de su persona y la desilusión de sus hermanas por la tardía llegada de Jesús, más todos los preparativos que son tradicionales que se realizan en los días previos a la sepultación, él nada supo.
Simplemente había muerto a causa de la elevada y prolongada fiebre.
Se paró de su asiento como queriendo luchar con el recuerdo.
No quería recordar lo sucedido y cada vez que lo hacía le daba miedo.
Estaba oscuro, muy oscuro.
Estaba en la oscuridad más absoluta.
El no lo sabía.
¡Lázaro! ¡Sal fuera!
Entre sueños escuchó que le llamaban.
Abrió sus ojos y solo pudo observar oscuridad. Algo le impedía ver bien.
¡Lázaro! ¡Sal fuera! Volvió a escuchar que le llamaban pero ahora la voz era más clara y la podía escuchar bien.
Era una lucha contra una tremenda pesadez, contra una fuerza natural que le impedía mover los brazos,las piernas, mover la cabeza y levantarse del lugar donde estaba.
Su nombre seguía sonando y rebotaba dentro de la pieza donde él se encontraba.
¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Sal fuera!
Era la voz del Maestro, la voz de Jesús.
¡Sal fuera! ¡Sal fuera! – Seguían rebotando las palabras de Jesús dentro del lugar donde estaba.
Quiso sacarse el género que le impedía ver bien donde estaba.
Todo su cuerpo estaba duro, tieso.
No podía mover los dedos de sus manos.
Con esfuerzo consiguió voltear un poco su cuerpo.
De pronto unas voces y un ruido sordo y pesado, le hizo tomar conciencia en forma muy velada de lo que pasaba con él.
Afuera, por orden de Jesús, los vecinos y amigos de Lázaro estaban moviendo la piedra que sellaba la sepultura donde él estaba sepultado ya cuatro días.
Sentía un olor muy desagradable y que provenía de su propio cuerpo.
Estaba hediondo, hedía muy desagradable
¡Sal fuera! ¡Sal fuera!

Era tan poderosa la voz, que pudo vencer el estado de inmovilidad y, con gran dificultad, comenzar a dar unos pasos hacia el origen del llamado que reconocía como la voz de Jesús.
Veía absolutamente nada. Caminó en dirección de la voz de Jesús.
No sabía ni tenía conciencia de lo que estaba pasando.
Era como un sueño.
Eso se imaginaba. Un sueño o una pesadilla.
Mientras tanto, en el exterior, estaba Marta y María las hermanas de Lázaro, sus amigos y vecinos, la gente que seguía a Jesús por todas partes, más los curiosos, los inofensivos curiosos.
Jesús, que había llorado profusamente la muerte de su amigo provocando comentarios de quienes le vieron llorar, se mantenía inmóvil frente al acceso de la sepultura.
Nadie se atrevía a acercarse a Él por la expectación que se había apoderado de todos.
Los fariseos, estaban a unos cuantos metros del grupo más numeroso de gente y murmuraban entre sí.
Desde el momento en que la loza fue separada de la entrada de la tumba, donde había sido puesto el cuerpo inerte de Lázaro, en cada uno de los que estaban allí se había producido algo muy extraño.
Marta y María estaban abrazadas y miraban a Jesús porque, los minutos que pasaban parecían eternos.
Se había producido una suerte de histeria colectiva pues, a cada momento uno exclamaba apuntando con el dedo hacia la cavidad de la sepultura:
¡Allí está! - produciendo un gran alboroto entre los asistentes.
De pronto, los rostros de todos los que estaban allí, quedaron pasmados por la visión que tenían ante sí.
Por el umbral de la sepultura vieron cómo Lázaro hacía su aparición "atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro con un sudario".
María se desmayó de la impresión y tuvo que ser asistida por su hermana Marta - que apenas podía sostenerse en pie a causa de lo que estaba viendo – y por tres discípulos de Jesús que estaban cerca de ellas.
Nadie decía palabra alguna.
Los fariseos frotaban sus largas barbas en señal de estupor y temor por las consecuencias del hecho en sí.
Ese hombre tenía poderes que sobrepasaban los conocimientos de la Ley y de toda actividad religiosa.
Decían mirándose con cara de preocupación:
¡Esto sí que es algo portentoso!
¡Jamás vi cosa parecida! – exclamó un levita bajo y delgado. ¡Jamás!
¡Silencio! ¡Calla! – dijo el fariseo de más edad. ¡No te dejes impresionar y que no te escuchen los demás!
¿Cómo callar esto? – le preguntó otro que no podía contener la emoción porque era amigo de Lázaro - ¿Cómo?
¡Callar esto sería mentir e ir en contra de la Ley!
No! – le reconvino el fariseo –
¡Callar! Es ¡Callar! Y no es mentir, es simplemente callar.
¡Eso tienes que hacer! ¡Callar!
La voz de Jesús les hizo volver la atención a lo que sucedía con Lázaro.
"¡Desátenlo y déjenlo andar!"
Los observadores religiosos se volvieron a la ciudad con una tremenda preocupación por la popularidad de Jesús que iba en aumento.
No sabía dónde estaba ni qué había pasado, ni por qué se encontraba en ese estado con todo su cuerpo vendado y un sudario en su rostro.
Su mirada estaba perdida, parecía un demente.
Miraba con la sensación de conocer a nadie.
Las voces las escuchaba muy lejanas. No alcanzaba a darse cuenta de los gritos de júbilo, de las risas, cantos y alabanzas a Dios porque él había resucitado.
Sentía murmullos lejanos y los rostros y figuras humanas las veía en forma muy distorsionada.
Se dejaba - no tenía fuerzas ni voluntad - quitar las vendas de todo su cuerpo.
No pudo apreciar los gestos de las personas que hacían esa imperante pero desagradable labor.
No se dio cuenta que trataban de cubrir sus fosas nasales para impedir el olor a descomposición que les revolvía el estómago, olor que rápidamente dejó de salir del cuerpo de Lázaro.
Sus vecinos y hermanas sentían temor, un inmenso temor al realizar la orden de Jesús ¡Desátenlo y déjenlo andar!.
Les asustaba su mirada y sus ojos que, los tenía fijos y más grandes de lo normal.
A ninguno de los presentes dejaba indiferente el estar frente de una persona que, sabían había muerto y que había estado cuatro días sepultado.
A ninguno, a nadie.
Y, quienes estaban allí sufrían el choque ante esa realidad.
Habían visto con sus propios ojos a un hombre muerto que había salido de su tumba por sus propios medios y, a Jesús que, antes de hacer una oración y decir gracias a su Padre por escucharle siempre, había llorado y llamado a Lázaro con una voz poderosa, con voz gruesa como un trueno, para que saliera.
No sabían qué les había impactado más: si el ver a un muerto resucitar o a un Jesús gritar con una voz autoritaria y poderosa
Marta miraba y miraba a su hermano, confirmando las palabras que había dicho a Jesús cuando Él le preguntó si creía en la resurrección de los muertos.
Estaba arrepentida de todo lo que le dijo.
Arrepentida de haber culpado a Jesús que su hermano hubiese muerto porque no había llegado a tiempo.
Poco a poco las voces fueron más audibles para Lázaro y los rostros fueron tomando colorido, profundidad y forma.
Fue todo un proceso que tomó más de media hora en consolidarse.
Fueron los rostros y formas de sus dos hermanas las primeras en reconocer.
¡Marta! ¡María! – susurró en voz baja.-
¡Hermano! ¡Vives! ¡Estás de nuevo junto a nosotras! – dijeron casi al unísono ambas mujeres fuera de sí.
¡Habías muerto! ¿Recuerdas? – decía y preguntaba en forma incoherente Marta.
¿Muerto? – repitió Lázaro.-
¿Muerto yo? ¿Cuándo? – dijo mirando a sus hermanas que no dejaban de pasar sus manos por el rostro y cabello desordenado de su hermano.
¡Lázaro! ¡Lázaro! – le llamó Jesús y , acercándose a él le abrazó dándole un beso en la mejilla.
Solo allí Lázaro pareció despertar del todo.
¡Lázaro! ¡Yo Soy! – Dijo Jesús fijando sus ojos en la perdida mirada de su amigo.
¡Maestro! ¡Señor! – Respondió Lázaro y sintió cómo sus piernas débiles recobraban sus fuerzas y su corazón palpitaba con mayor intensidad y fuerza.

Todo lo que sucedió después, le hacía sentir como una persona fuera de lo común, alguien muy importante y, esa realidad le había costado muchas incomodidades e interrogatorios ante el sanedrín y el consejo de los ancianos porque ellos querían matarle para que la gente no siguiera hablando de Jesús..
De todas partes venían a verle, querían saber de sus propios labios lo que había sucedido.
Le incomodaba sobremanera tener que dar una y otra vez explicaciones de su vida, de su enfermedad y de todo lo acontecido con él.
Del simple anonimato, su nombre se había convertido en popular, conocido, famoso. Era una gran noticia.
¡Lázaro! ¡El resucitado! – le saludaba la gente.
¡Farsante! ¡Impostor! – le gritaban otros.
No eran pocos los que habían tomado cierta distancia de él a causa de los comentarios que habían realizado los fariseos y sobretodo los saduceos que trataban de sacar partido de la situación.
¡Eres un endemoniado! – le gritaban los más fanáticos del partido de los fariseos.
Algunos romanos, movidos por la curiosidad también le habían visitado.
Los centuriones querían saber más al respecto, tenían curiosidad del nombre del dios que le había resucitado para incorporarlo en su largo listado de dioses ante los cuales, ellos, buscaban protección y amparo en sus campañas bélicas.
Todo ese ajetreo había pasado.
Ahora estaba solo y con muchas imágenes en su memoria.
Recordaba el día cuando Jesús fue llevado al tribunal, cuando ante todo el pueblo fue humillado.
Recordaba cómo el pueblo prefirió a Barrabás en vez de salvar la vida de Jesús.
Aún le dolía y costaba comprender cómo el pueblo contagiado por el espectáculo y empujado por los más fanáticos había reconocido públicamente al César como su propio dios.
Se tomaba su sombrío y delgado rostro con sus dos manos temblorosas.
Le dolían las palabras de la muchedumbre ciega.
Le dolía el recuerdo de los golpes del martillo sobre los clavos.
Le dolía el silencio de Jesús cuando era traspasado.


Tenía un nudo en el estómago.
Sentía un calor muy fuerte bajo sus costillas.
Se sabía enfermo y no quería hacer nada por revertir su enfermedad.
Estaba entregado a su suerte y desilusionado por todo lo sucedido.
Habían pasado dos días del día del juicio y de la muerte de Jesús.
No podía controlar las lágrimas que, se deslizaban por los surcos de su piel reseca y gastada.
Aún sonaban en sus oídos las palabras de Jesús en la cruz:
¡Elí, Elí! ¿Lemá sabactaní?
Sus oídos eran eco del fuerte grito que lanzó Jesús antes de morir.
Recordaba con temor, cómo el cielo se oscureció y la tierra tembló.
Después las miradas de la muchedumbre sobre él.
Cómo se acercaban a preguntarle de qué modo Jesús había perdido los poderes para resucitarse a sí mismo.
Volvió a ser el centro de las preguntas y de las burlas de la gente que estaba muy extraña.
No se daban cuenta de lo que había pasado.
Todos estaban asustados por el cambio del color del cielo y por el gran temblor que sucedió después que Jesús había muerto.
Recuerda que había quedado solo, a unos doscientos metros del lugar de la crucifixión de Jesús y, cómo unas mujeres – entre ellas sus hermanas – se hacían cargo del cuerpo de Jesús para prepararle y darle sepultura.


Nunca había celebrado una fiesta de pascua tan solo y triste.
En casa, se habían logrado preparar unos panes ázimos y nada más.
Faltaban sus hermanas para la celebración de la pascua.
Primera vez en su vida que no tenía ánimo para ello.
Atardecía y, levantando su perdida mirada comenzó a recitar unos salmos para dar gracias a Dios por paso del Mar Rojo y la liberación de las manos del Faraón.
A su mente acudían a gran velocidad los recuerdos de su infancia.
Cómo celebraban en familia la pascua, el rostro de sus padres y el baile familiar.
Recordaba que, cuando pequeño, le costaba entender por qué tenían que comer tan rápido y pan sin levadura.
Recordaba las lecciones de su padre, que le contaba los portentos, la fuerza y el poder de Dios para con sus antepasados.
Se fue a su pieza y se recostó en su cama sin cambiarse la ropa y se abrigó con la túnica, esperando la llegada de sus hermanas.
Fue en la madrugada del día tercero cuando despertó sobresaltado por la llegada intempestiva de sus dos hermanas.
¡Lázaro! – decían en forma atropellada.
¡Hermano!
¡Ha resucitado! – Gritaban con sus ojos desorbitados por la ansiedad y por la distancia que cubrieron desde Jerusalén hasta la casa.
¡Ha resucitado!
¡Resucitó! – le decían tomándole por los hombros.
¡Sí! – dijo Marta.
¡Cumplió con la promesa!
¡Era cierto lo que me dijo cuando llegó a casa y tú estabas muerto! – agregó fuera de sí Marta y con su corazón muy agitado.
¡Me dijo que Él era la Resurrección y la Vida! – confesó con sus manos entrelazados a la altura de su rostro.
¡Hermano!
¡El Maestro no está en el sepulcro!
Lázaro, las escuchaba con atención y sentía que su corazón se agitaba y quería salir por su garganta
¿Cómo lo saben? – preguntó aún medio trastocado.-
¿Quién les dijo eso?
¡Cuidado con las ilusiones!
¡Cuidado! – les dijo moviendo su dedo índice de la mano derecha en señal de advertencia.
¡No! ¡No son ilusiones! – dijo Marta con mucha vehemencia.-
¡Se les apareció a las hermanas que iban a ungirlo!
¡Sí! – intervino María – y les ordenó que fueran a contárselo a Pedro y los demás.
Pero – insistió dubitativo Lázaro –
¡Ustedes! ¿Cómo lo saben?
¡Por una de las hermanas y por los soldados!
¿Por los soldados? – Volvió a preguntar Lázaro aún más incrédulo.-
Y, ¿qué tienen que ver los soldados en todo esto?
¡Eran los de la guardia de Pilato!
¡Ellos lo comentaron muy asustados porque temen por sus vidas! – dijo más calmada María.
Lázaro se incorporó sobre sus codos y tuvo que volver a la posición inicial en la cama porque un profundo dolor le hizo palidecer.
Era su estómago que hervía y le revolvía sus entrañas.
Todo comenzó a dar vueltas en su cabeza, sintió fuertes dolores y un ahogo que le hizo entrar en un profundo sueño.

Cuando despertó, se encontró en medio de muchas personas que él había conocido en su niñez.
Había muchos conocidos suyos mirando hacia el oriente de la ciudad.
El dolor de su estómago había desaparecido.
No sentía ningún escozor en su vientre.
No lograba comprender la situación.
Muchos se acercaban para saludarle pero mantenían cierta distancia.
Entre los muchos que estaban allí reunidos, creyó ver las siluetas de sus padres.
Se acercó en forma cautelosa hacia ellos y no pudo contener una alegría que jamás había sentido en su vida.
¡Eran sus padres!
¡Allí estaban muy juntos y con sus rostros muy resplandecientes!
¿Cómo?
¡Si ellos murieron hace más de veinte años!
La felicidad embotó su conciencia y raciocinio.
Ellos se percataron de la presencia de su hijo.
Cinco metros los separaban.
Se confundieron en un solo abrazo y no hubo tiempo para preguntas y manifestaciones de ese extraño encuentro.
Fueron envueltos por una luz muy intensa.
Escucharon "en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía":

"¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios".



RESURRECCION DE LAZARO


Cierto hombre llamado Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta, estaba enfermo. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, aquél a quien tú quieres, está enfermo". Al oírlo Jesús dijo: "Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo del Hombre sea glorificado por ella".
Jesús amaba a Marta a su hermana y a Lázaro.
Enterado de la enfermedad permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: "Volvamos a Judea". Les dicen sus discípulos: "Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿ y vuelves allí?. Jesús respondió:
¿No son doce las horas del día?. Si uno anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo, pero si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz"
Dijo esto y añadió: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarle".
Le dijeron sus discípulos: "Señor, si duerme se curará". Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que . Pero vayamos donde él". Entonces Tomás el mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos nosotros también a morir con él"
Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Distaba Betania de Jerusalén algunos kilómetros. Habían venido muchos judíos a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: "Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano. Pero aun yo se que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Le dice Jesús: "Tu hermano resucitará"
Ya sé, le respondió Marta, que resucitará el último día, en la resurrección".
Jesús le respondió:
"Yo soy la resurrección y la vida".
"El que crea en mí aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás"
¿Crees esto?
Le dice ella:
"Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo".
Dicho esto fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído:
"El Maestro está ahí y te llama".
Al oírlo ella, se levantó rápidamente y fue donde él. Pues todavía Jesús no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado.
Los judíos que estaban con María en casa consolándola, la ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba el sepulcro para llorar allí.
Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo:
"Señor, si hubieses estado aquí mi hermano no habría muerto".
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo:
"¿Dónde lo habéis puesto?".
Le responden: "Señor, ven y lo verás"
Jesús se echó a llorar.
Los judíos decían entonces:
"Miren cómo le quería"
Pero algunos de ellos dijeron:
"Este, que abrió los ojos del ciego ¿no podía haber hecho que ese hombre no muriera?
Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro que era una cueva con una piedra encima.
Dice Jesús: " ¡quiten la piedra!"
Le responde Marta: "Señor, ya huele, es el cuarto día"
Le dice Jesús: "¿No te he dicho, si crees, verás la gloria de Dios?.
Quitaron la piedra.
Entonces Jesús levantó los ojos y dijo:
"Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que, tú, siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has enviado."
Dicho esto gritó con fuerte voz:
"¡Lázaro, sal fuera!"
Y, salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario.
Jesús les dice:
"¡Desátenlo y déjenlo andar!"


Evangelio según San Juan 11, 1 - 44